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El viernes pasado, el exsuboficial Gustavo Florentín fue condenado a 24 años de cárcel por el asesinato de Rodrigo Quintana, el joven dirigente liberal acribillado durante un atropello policial en 2017. La indignación crece al saber que este mismo individuo, este año, fue detenido en Areguá por narcotráfico y vinculado ahora a asaltos. ¿Qué más evidencia necesitamos para entender la gravedad del problema?
En la semana, otros dos agentes del Grupo Lince fueron detenidos en Mariano Roque Alonso tras ser denunciados por presunta extorsión a un comerciante. Estos exigían millones de guaraníes para “dejarlo trabajar tranquilo”, bajo amenaza de demorarlo.
La lista sigue. Un policía fue aprehendido tras ser acusado por su propio camarada de robarle G. 53 millones de un préstamo. Otro, sospechoso de feminicidio en Caazapá, con antecedentes por violencia familiar, terminó detenido. Y no olvidemos a los dos agentes que hurtaron una motocicleta frente a la vivienda de su dueño, la vendieron y hasta intentaron falsificar documentos en una escribanía para ocultarlo.
Estos son apenas algunos casos recientes. Si hiciéramos un conteo exhaustivo, superaríamos los diez casos fácilmente, y duplicaríamos el número de agentes involucrados en hechos punibles. En un país donde la justicia es sólida, esto sería impensable. Aquí, en cambio, esta situación se vuelve parte de la rutina.
La realidad se agrava porque ahora la ciudadanía debe cuidarse no solo de los delincuentes comunes que rondan libremente por la calle, sino también de quienes juraron defenderla.
Y la cosa se pone más turbia al tener en cuenta que la formación policial dura apenas un año. O sea, en pocos meses, un aspirante ya está en las calles portando un arma y “cuidando” nuestra seguridad. ¿Qué se puede aprender en tan poco tiempo? Más aún cuando el Estado los utiliza para limpiar calles, como sucedió recientemente en Pilar, en vez de formarlos en defensa personal, uso de armas e inteligencia.
Hoy, ser policía ya no parece ser un acto de vocación y servicio, sino un atajo para extorsionar, delinquir y lucrar. Y el Estado, cómplice en su indiferencia, sigue formando parches en vez de verdaderos agentes de la ley.
Mientras tanto, seguimos preguntándonos: ¿quién nos protege de los que deberían protegernos? Cada nuevo “polibandi” que aparece, cada uniforme que traiciona su misión, desgasta un poco más la esperanza de un país seguro. Y si los guardianes de la ley se corrompen, ¿qué futuro nos espera?
jose.peralta@abc.com.py