La Policía Nacional es una de las instituciones con menor credibilidad, y no es en vano que se haya ganado ese mote. Si bien no se puede generalizar, pues cuenta en sus filas con excelentes profesionales, las lamentables y reiteradas denuncias no le hacen mérito.
La desconfianza hacia la institución no es una percepción infundada, sino una consecuencia de la repetición sistemática de hechos de corrupción.
Tampoco es casualidad que muchos uniformados tengan la “gran aspiración” de cumplir funciones en esta zona del país, donde hay un gran movimiento económico, mucho del cual proviene de la informalidad y el crimen organizado.
Lastimosamente, este ambiente representa un atractivo para las recaudaciones ilegales no solo de policías, sino de cualquier funcionario público. En la práctica, muchos puestos clave en la frontera son codiciados no por el deseo de servir mejor a la ciudadanía, sino por las “oportunidades” que ofrece la economía paralela.
Los grandes expertos internacionales en crimen organizado sostienen que la lucha contra la criminalidad no se gana solo con potentes armas o tecnología, sino con servidores públicos honestos: jueces, fiscales y policías que no estén dispuestos a venderse al mejor postor. Lastimosamente, estamos muy lejos de esta realidad.
Esta práctica común, sumada a una impunidad imperante, creó un círculo vicioso en el cual se normaliza el abuso de poder, se relativiza la ilegalidad y se premia el silencio cómplice. Como la corrupción se baila de a dos, la ciudadanía contribuye en gran parte a la podredumbre institucional que padecemos.
Sin embargo, sería muy hipócrita afirmar que este es un mal exclusivo de las zonas fronterizas del país, cuando en realidad permea cada rincón del territorio nacional. Si no se sanean las instituciones, seguiremos siendo rehenes de la corrupción.