La lectura

El jueves se memoró el Día Nacional de la Lectura con la asistencia y participación  de autoridades educativas, culturales, escritores, editores, estudiantes y público en general.

Fue una fiesta de la palabra en la Biblioteca Nacional. Fue otra ocasión para resaltar la importancia decisiva de la lectura en la vida de las personas. También se subrayó el caso enaltecedor de la incorporación, cada vez en mayor número, de jóvenes a la aventura de leer. Esto se debe, entre otros motivos, a que muchas escuelas y colegios cuentan con bibliotecas que permiten acabar con el viejo círculo vicioso de que no se lee porque no hay libros y no hay libros porque no se lee.

Me preguntaron si no era una redundancia el día del libro y el día de la lectura. Mi respuesta fue “no” porque el libro no necesariamente conduce a la lectura. Un libro que no se lee no existe, no es libro. Es un objeto que sirve para adornar una biblioteca, no para instruir. Un día que se dedica a la lectura es un día especial, se llama la atención sobre un hecho que cimenta la civilización, se festeja el triunfo de la razón, del placer estético, del formidable instrumento de la convivencia con los demás y con uno mismo. El libro es el continente, la lectura es el contenido. No hay, entonces, redundancia en la recordación de ambos

Existen prejuicios acerca de la lectura. El más común es la creencia de que los libros deben acompañar o emparejar la edad de los lectores. Los mayores, con una sana intención, intervenimos en la lectura de los niños, les elegimos los libros que a nosotros nos gustan, les imponemos nuestra interpretación en la creencia de que les ayudamos cuando, en la mayoría de los casos, lo que hacemos es transferirles nuestros errores. En esta intervención es posible que estemos impidiendo que el niño se acerque a una lectura que podría serle placentera. “Este libro no es todavía para vos”, “No lo vas a entender”, “Más adelante podría ser”, suelen ser las frases comunes que impiden el amor tempranero por los libros. Amor que suele ser para siempre.

Están los críticos, los entendidos, los maestros que interpretan las obras. Y en esta interpretación, generalmente, expresan sus prejuicios, ignorancia, ínfulas. Es cuando se ponen por encima del autor a quien atribuyen intenciones nunca pensadas por ese autor.

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García Márquez nos trae algunos ejemplos: “Mi hijo Gonzalo tuvo que contestar un cuestionario de literatura en Londres para un examen de admisión. Una de las preguntas pretendía establecer cuál era el símbolo del gallo en “El coronel no tiene quien le escriba”. Gonzalo no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo a aquel sabio remoto, y contestó: Es el gallo de los huevos de oro. Más tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el alumno que contestó, como se lo había enseñado el maestro, que el gallo del coronel era el símbolo de la fuerza popular reprimida”.

Desde hace años -agrega García Márquez- colecciono estas perlas con que los malos maestros de literatura pervierten a los niños.

¿Cómo sería no pervertirlos? Se me ocurre una sola idea: dar a los niños la libertad de elegir los libros que despierten su interés y que también, libremente, los interprete con su imaginación y sensibilidad.

Dejemos que los niños, o jóvenes o adultos, se acerquen a los libros sin miedo, sin el prejuicio de los entendidos.

alcibiades@abc.com.py

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