Ser humilde es ser grande

Desde que el mundo es mundo, el ser humano realiza una búsqueda interminable para ser reconocido y aplaudido por los demás.

No es fácil fijar límites entre tener una sana autoestima y ser un soberbio; entre ser humilde y ser un acomplejado sin iniciativa.

En la Buena Nueva de hoy Jesús toca precisamente estos puntos, de modo que podamos alcanzar el equilibrio, que nos permite estar contentos con nosotros mismos, pero practicando la voluntad de Dios.

Cuando el Señor indica que busquemos los últimos lugares en un banquete, quiere decir que no estemos muy preocupados en ser figureti delante de los otros, en lucir una ropa muy chururú, un cargo demasiado flamante... o una silicona bien implantada...

Sin embargo, buscar los últimos lugares no puede terminar en esto, pero debe ser asociado a la recomendación siguiente que el Señor hace, que es sobre quienes invitamos para nuestras fiestas, es decir, para compartir nuestra vida.

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Él sostiene que no debemos convidar solamente a aquellos que, a su turno, también nos invitarán, pero debemos ser solidarios con aquellos que, por su situación, prácticamente, nunca podrán retribuirnos con la misma moneda. Es el aspecto de la solidaridad, que no tiene nada que ver con una eventual limosna, pero se refiere a la economía solidaria y a la justicia distributiva.

El texto toca, además, otro criterio fundamental: la fe en la resurrección. Esto significa la creencia de que Dios existe, de que existe un juzgamiento y una retribución para nuestras actitudes: no da lo mismo ser solidario o ser explotador.

Así vamos formando el cuadro que nos lleva a ser enaltecidos o humillados: ¿a quién queremos que nos evalúe? ¿La sociedad, los aduladores o el Señor?

Si queremos que sea Jesucristo a darnos su calificación, hemos de ser humildes, pero sin complejo de inferioridad, o eterno complejo de víctima inocente.

Ser humilde es reconocer los talentos que se tiene y no apropiarse de ellos; es también percatarse de las propias limitaciones y poner empeño constante por superarlas. La persona humilde procura agradar a Dios, respetando sus enseñanzas; en cuanto el orgulloso, quiere los primeros puestos.

Es más, con frecuencia, al buscar los primeros lugares, el soberbio no se importa con los medios usados, ni con su inmoralidad. Delante de sus súbditos es prepotente y grosero; delante de sus superiores es servil y chupamedias; ofende con palabras, pero no tiene sencillez para pedir perdón con palabras.

Conclusión: tarde o temprano la vida muestra: “Quien se humilla será elevado, y quien se eleva será humillado”.

Paz y bien

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