Dicha expresión aparece en la obra del reconocido dramaturgo estadounidense Arthur Miller, en su obra: “El crisol”. Fue pronunciada por Thomas Danforth, político puritano y fanático estadounidense quien vivió en el siglo XVII y fue la principal figura judicial que supervisó los juicios por brujería en Salem. Miller esboza a Danforth como un juez honesto bajo cuya autoridad muchos corruptos fueron encarcelados y condenados a la horca; tanto es así, que equiparaba cualquier compasión por los condenados como una defensa o simpatía hacia la corrupción misma y a los políticos corruptos en particular. No toleraba excusas ni compasión hacia quienes traicionaban y burlaban la confianza pública, manifestando por ello un sentimiento de indignación y rechazo hacia los políticos deshonestos, hacia los corruptos. Buscaba no solo sancionar a los corruptos, sino también disuadir a otros de ejecutar hechos de corrupción al hacer del castigo un espectáculo visible, exponiendo a los responsables de malas acciones enfrentándolos a las consecuencias.
La palabra latina corrumpere, de donde procede “corrupto”, se empleaba en Roma para describir tanto el deterioro físico como moral.
Hacía referencia con el abuso de poder, del soborno, sea para ganar votos u obtener beneficios indebidos, la traición a los valores cívicos o la manipulación de instituciones. Nada desconocido en nuestro medio político donde la corrupción está extremadamente naturalizada en las estructuras políticas, la que se ha convertido en un problema sistémico. La noción romana de corrumpere como ruptura moral o institucional sigue resonando en nuestra comprensión moderna de la corrupción, especialmente en contextos políticos.
El famoso aforismo de Lord Acton —“El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”— resume lo que acontece en el medio político paraguayo. El poder, lamentablemente, atrae a quienes son propensos a la corrupción. El ejercicio legítimo del poder y su instrumentalización para fines personales es harto ejercido.
Todos los beneficios, en un solo lugar Descubrí donde te conviene comprar hoy
Ciertamente, no nos es nada desconocido en el ámbito político paraguayo que los actores políticos, en particular los poderosos, se valen de actos de corrupción para enriquecerse, es innato a ellos, un rasgo genético parece ser inevitable. Existe prácticamente un diseño operativo del poder a esos efectos. La decadencia moral en estos es más que evidente. Es palpable. Corrompen a todo aquel que está al alcance de los mismos a cuyo efecto, sin rubor alguno, manipulan el poder para enriquecerse o favorecer a sus aliados acumulando fortunas mediante sobornos, ilicitudes y tráfico de influencias, llegando al colmo de socavar la confianza en las instituciones sin descontar el manto de impunidad que otorgan ”al amigo” tal cual un impresentable venido a político así lo expresó recientemente ante uno de los hechos más catastróficos de corrupción. Son estrategas para blindar actos de corruptela mediante el control de procedimientos, manipulación de pruebas, o presión sobre órganos de control o directamente con la impunidad. Toda corruptela queda impune.
Cuando la corrupción se convierte en práctica habitual y la connivencia entre poder político y órganos de control se institucionaliza, como acontece en nuestro medio, está en juego la legitimidad misma del sistema jurídico.
La pérdida de la honradez e integridad personal de los políticos es un problema que permea las instituciones públicas. Estamos en presencia de una degradación moral que prácticamente se ha normalizado, por ende tolerado por parte de la ciudadanía generando, lamentablemente, he aquí lo preocupante, una cultura de impunidad cuando que la corrupción no es inevitable.
La honradez en la función política no puede ser vista como una virtud excepcional, sino como un estándar mínimo de representación democrática. La honradez judicial, por su parte, no es negociable: el juez que cede ante presiones externas o intereses particulares traiciona no solo su investidura, sino el principio de imparcialidad que sustenta todo proceso justo. Y el Ministerio Público —llamado a ser garante de la legalidad y defensor del interés público— no puede seguir atado a cadenas de subordinación política, ni ser partícipe silencioso y hasta encubridor de estructuras corruptas que operan desde las sombras.
El poder político, los políticos, deben estar sometidos a límites éticos, institucionales y procedimentales. La corrupción no es solo una infracción legal, sino una traición al pacto democrático ya que cuando aquellos y sus operadores subordinan el interés público a fines particulares mediante prácticas corruptas, se produce una quiebra institucional que exige respuesta contundente. No reprochar conductas ilícitas no castigando adecuadamente la corrupción, permite que esta persista.
Necesitamos para irradiar la corrupción que los políticos sean honestos, honrados, que los jueces sean probos e insobornables, y que el Ministerio Público sea verdaderamente independiente, no una mera aspiración idealista. La ciudadanía no puede seguir siendo espectadora de un sistema que se autodegrada; debe exigir que quienes ejercen poder lo hagan con honestidad.
Aquellos que son corruptos y que abusan de su poder o posición a costa del bienestar del pueblo deben ser expuestos y deben enfrentarse a las consecuencias. Quien llora por ellos, llorará por la corrupción, por los corruptos.
aamonta@gmail.com