Sin embargo, con una mirada más profunda, puede verse que la educación superior es un activo cualitativamente distinto a los demás bienes de servicio. No puede asimilarse a un hotel o a un restaurante, donde una mala experiencia se corrige fácilmente: basta con no volver y elegir otra opción. En esos casos, el mercado responde con rapidez: prueba, error y corrección inmediata.
La educación superior, en cambio, funciona bajo otra lógica. Aunque en ella los errores forman parte del aprendizaje y la calidad debe concebirse como mejora continua, no puede ignorarse que sus fallas tienen un costo mucho más alto y repercusiones colectivas. ¿Qué pasa si la carrera no cumple estándares mínimos de calidad? ¿Cuáles son las alternativas cuando un estudiante que terminó una carrera universitaria no adquirió las competencias básicas comprometidas en la misma? De la calidad de un médico, un ingeniero o un docente depende también la vida pública de un país.
Ahora bien, la justificación del aseguramiento de la calidad no puede sostenerse únicamente en la enunciación general de que la educación es un bien público. Esa afirmación es cierta y necesaria, pero insuficiente. La necesidad de garantizar calidad surge también de manera inductiva, observando cómo funciona el mercado cuando se lo deja operar sin contrapesos. En efecto, el mercado educativo, con su lógica de competencia y captación de estudiantes, genera asimetrías de información, incentivos a la publicidad rimbombante y promesas que muchas veces no se corresponden con los resultados. En otras palabras, es la propia dinámica del mercado la que revela la necesidad de contar con mecanismos de aseguramiento que produzcan información objetiva y confiable.
El concepto de externalidad ayuda a iluminar esta diferencia. Cuando la formación es deficiente, no solo pierde el estudiante que invirtió tiempo y dinero, sino también la sociedad que convive con profesionales mal preparados. Pero también ocurre lo contrario: cuando la educación es de calidad, las externalidades positivas se multiplican —más productividad, innovación, cohesión social, ciudadanía crítica—, elevando el desarrollo de un país. La práctica regulatoria, entonces, no es un acto paternalista o expresión de burocratismo, sino la forma de internalizar esas externalidades: impedir que las negativas se propaguen y garantizar que las positivas se amplifiquen.
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La idea de que las reglas del mercado bastan para asegurar la calidad es atractiva en su sencillez, pero limitada en su realidad. Friedrich Hayek defendió al mercado como un proceso de descubrimiento superior a cualquier diseño burocrático, y Murray Rothbard llegó a afirmar que toda regulación es un atentado contra la libertad de contratar. Pero la oferta de educación superior no se comporta como lo haría cualquier otro bien. George Akerlof mostró en su “mercado de los limones” que cuando la calidad de un producto es incierta, los precios no corrigen, sino que degradan. Joseph Stiglitz reforzó esta idea al demostrar que la información imperfecta no es una excepción, es la regla.
En educación, esto es aún más evidente: los estudiantes y sus familias rara vez tienen las herramientas para juzgar de antemano la calidad de una oferta académica. De ahí la relevancia de las campañas informativas, de la regulación adecuada y de la acción de agencias que traduzcan incertidumbre en señales claras para la toma de decisiones.
Un restaurante malo puede desaparecer en meses porque los clientes reaccionan de inmediato. Una universidad deficiente, en cambio, puede seguir matriculando estudiantes durante años antes de que su debilidad se haga evidente. Y cuando eso ocurre, los daños ya son difíciles de reparar. Se asemeja más bien al caso de los servicios financieros o bancarios, en los que las graves fallas del sistema conmocionan a toda la sociedad. Eso en Paraguay lo vivimos en carne propia con la crisis bancaria de 1995, tras la cual fue necesaria una importante reforma de los mecanismos de regulación financiera del país, con controles más profundos, así como calificación regular y pública de las entidades activas en el mercado.
Además, la universidad no se limita a transmitir información útil para el empleo: también debe formar ciudadanía crítica, capaz de participar en los procesos deliberativos que sostienen a la democracia. Limitar la educación superior a un contrato privado es desconocer su dimensión pública y colectiva.
De hecho, uno de los problemas más visibles hoy es la confusión entre innovación y simple novedad. El mercado puede lanzar con velocidad programas rimbombantes, adornados con nombres atractivos y promesas de empleabilidad inmediata. Pero sin garantía de calidad, estas novedades terminan en falsas expectativas laborales, frustración e impotencia social. Aquí se afirma con claridad la legitimidad del aseguramiento de la calidad: distinguir la verdadera innovación —la que transforma y se sostiene en estándares verificables— de la mera ocurrencia efímera.
Fue esta constatación práctica, y no solo la proclamación de principios generales, la que impulsó desde los años ochenta el surgimiento de las agencias de aseguramiento de la calidad en el mundo. En el marco del New Public Management, se comprendió que ni la regulación estatal centralizada ni la desregulación absoluta eran suficientes. Se requerían organismos autónomos, con capacidad técnica, que introdujeran criterios de evaluación, transparencia y rendición de cuentas.
Guy Neave habló del “Estado evaluador” para describir este giro: el control directo fue reemplazado por la lógica ex post de la evaluación, tal como lo explica Shirley Gómez Valdez en su importante tesis doctoral sobre la ANEAES. La diferencia es fundamental: el mercado opera ex ante, en el momento de la matrícula, mientras que la calidad solo puede verificarse ex post, al evaluar resultados. Es decir, el aseguramiento se justifica porque provee la información que el propio mercado no genera de manera oportuna.
Retomando nuestras preguntas iniciales, en Paraguay, la ANEAES tiene como finalidad desempeñar este rol. Su legitimidad no es solo jurídica, derivada de la ley que la creó, sino también socio-estructural: responde a la necesidad de que la sociedad cuente con señales confiables sobre la calidad de su sistema educativo. La acreditación se convierte así en información pública que da confianza a los estudiantes, tranquilidad a las familias, garantías a los empleadores y herramientas al Estado para planificar la oferta educativa en función de prioridades de desarrollo.
Este esfuerzo se plasma en acciones concretas. La campaña “Acreditá tu futuro” constituye una acción innovadora, decidida e inédita para visibilizar el estado de las carreras acreditadas en el país. Por primera vez, se pone al alcance de la sociedad todas —estudiantes, familias, empleadores y responsables de políticas— una información que antes permanecía reservada a circuitos técnicos o institucionales. Expresada en lenguaje ciudadano, la campaña deja claro que la acreditación no es un trámite burocrático, sino la producción de información pública confiable, al servicio de quienes deben decidir dónde estudiar, a quién contratar o cómo orientar las políticas educativas.
Por otra parte, el sistema de evaluación por fases es la innovación paraguaya más relevante en este ámbito y marca un cambio de paradigma. A diferencia de los modelos binarios de “acreditado o no acreditado”, entiende la calidad como un proceso continuo. Cada fase no es un filtro de control, sino un nivel de evaluación que reconoce logros, visibiliza avances y proyecta horizontes de superación. De este modo, la acreditación deja de ser un veredicto estático para convertirse en una ruta de mejora permanente, capaz de jerarquizar las carreras según su evolución en materia de calidad. Y al ampliar sus modalidades de lo disciplinar a lo institucional, la ANEAES muestra que tiene la capacidad de dar cobertura a todas las instituciones que se presenten a evaluación, reconociendo que la calidad atraviesa la cultura organizacional de cada universidad, su capacidad de investigar, de enseñar y de vincularse con la sociedad.
En definitiva, la misión de la ANEAES no se contrapone al mercado: lo fortalece, lo hace más transparente y lo complementa allí donde este no puede autorregularse. Con la campaña Acreditá tu futuro y el sistema de evaluación por fases, Paraguay dispone de un modelo capaz de distinguir innovación de simple novedad, de producir información ex post confiable y de convertir la educación superior en una política de Estado al servicio de la ciudadanía y del desarrollo nacional. La acreditación no es un agregado externo o un accesorio complementario, sino el mecanismo propio y necesario para un bien específico que, por su naturaleza estratégica y por las externalidades que genera, nunca podrá ser tratado como un servicio más. Reconocerlo y sostenerlo es la clave para que la educación superior deje de ser una apuesta aventurera y se consolide como una garantía colectiva de calidad, prosperidad y futuro.
(*) Doctor José Duarte Penayo, presidente de Aneaes.