Lo que une a quienes sueñan un mundo sin Estado 

¿No resulta sorprendente que tradiciones tan distintas como el marxismo clásico, el anarquismo de Bakunin y Proudhon, el anarcosindicalismo obrero e incluso el anarco-capitalismo coincidan en un mismo horizonte? A primera vista parecen corrientes irreconciliables, pero todas comparten una misma aspiración: la posibilidad de un mundo sin Estado. Las une la convicción de que llegaría un día en que las instituciones públicas —sobre todo en su carácter coercitivo— dejarían de ser necesarias y que el conflicto humano encontraría una resolución definitiva.

Esta visión tiene un eco filosófico: más que en la obra compleja de Hegel, en la interpretación que ofreció Alexandre Kojève, célebre por haber popularizado la idea del “fin de la historia” como el “domingo de la vida”, es decir, el momento en que los grandes conflictos quedarían abolidos y la existencia humana transcurriría bajo un orden definitivo, sin antagonismos. Ahora bien, Kojève no hablaba de una simple desaparición del Estado, sino de su neutralización dentro de una burocracia universal que administraría la vida común. Esa sutileza suele perderse en las versiones divulgativas, donde se confunde su lectura con la mera disolución de lo estatal.

En Marx, la promesa post-estatal aparece desde temprano. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 escribe que “el comunismo es la resolución del enigma de la historia, y sabe que lo es”. Engels sostuvo en Anti-Dühring que el Estado no se “abolirá”, sino que “se extinguirá” con el fin de las clases sociales. Lenin, en El Estado y la revolución, trazó el camino: destruir primero el Estado burgués y luego dejar que el “semi-Estado” proletario se disuelva. Estas ideas se pensaban en un contexto donde la industrialización mostraba al capitalismo como un sistema opresivo pero también como antesala de una sociedad sin clases.

Los anarquistas no aceptaron esta transición. Proudhon, en ¿Qué es la propiedad?, imaginó federaciones de productores libres y definió la anarquía como “la ausencia de amo, de soberano”. Su propuesta incluía también una “constitución social” alternativa, basada en acuerdos entre asociaciones. Bakunin fue aún más radical en su Dios y el Estado: “si Dios realmente existiera, sería necesario abolirlo”. El anarcosindicalismo, a su vez, convirtió esa fe en estrategia práctica: la huelga general y los sindicatos debían convertirse en las células de un autogobierno obrero que reemplazara al Estado con consejos y federaciones. Basta recordar la experiencia de la CNT en Cataluña en 1936, donde durante unos meses miles de fábricas y campos fueron colectivizados y administrados por los propios trabajadores, aunque con enormes dificultades de coordinación.

El anarco-capitalismo comparte el mismo telos, pero desde el extremo opuesto. Murray Rothbard, en The Anatomy of the State, describe al Estado como un “robo institucionalizado”. David Friedman, en The Machinery of Freedom, propone que incluso tribunales y policías podrían organizarse como servicios privados en competencia. Robert Nozick, en Anarchy, State, and Utopia, reconoció un límite: esas agencias tenderían a consolidarse en un “Estado mínimo” encargado de proteger derechos y arbitrar disputas.

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Aunque a primera vista parezcan muy distantes, existe una simetría de fondo entre Marx y los anarco-capitalistas. Tanto el fundador del socialismo científico como pensadores como Rothbard o Friedman colocan en la sociedad civil —en el terreno de las necesidades, los intercambios y el mercado— el verdadero núcleo de la historia. Marx reprochaba a Hegel haber convertido al Estado en una entidad autosuficiente, cuando en realidad, sostenía, la verdad de la historia se juega en la sociedad civil. Por eso, en su arquitectura teórica, el Estado aparece como superestructura: un reflejo de la base material y de sus contradicciones. Lo paradójico es que los anarco-capitalistas llevan ese mismo esquema en dirección opuesta: allí donde Marx veía una alienación que debía superarse, ellos ven la culminación de la libertad en un mercado sin trabas.

Hasta el momento, la historia ha mostrado lo contrario. El comunismo real prometió extinguir el Estado y lo convirtió en una burocracia asfixiante: la Unión Soviética pasó de prometer la disolución de la estatalidad a crear un aparato policial y administrativo omnipresente. El anarquismo español, pese a su fervor inicial, desembocó en conflictos internos y en la necesidad de improvisar formas coercitivas para sobrevivir en plena Guerra Civil. El anarcosindicalismo reveló lo difícil que es organizar sociedades complejas sin un centro de coordinación estable. Y el anarco-capitalismo produjo experimentos fallidos que estudia Raymond Craib en Adventure Capitalism: A History of Libertarian Exit, from the Era of Decolonization to the Digital Age: islas compradas para fundar “paraísos libertarios”, ciudades flotantes y micronaciones de papel. Todos terminaron en fiascos, incapaces de sostenerse más allá de un grupo reducido.

Hoy el caso de Javier Milei en Argentina es el ejemplo más visible de un intento antiestatal en gran escala. Milei prometió “dinamitar el Estado” y ganó elecciones con ese discurso, pero en el poder enfrenta derrotas políticas y la incapacidad de gobernar un país de más de 46 millones de habitantes. Su experimento demuestra que la fantasía de abolir lo público puede seducir en campaña, pero fracasa en la realidad. La gestión de un Estado complejo no se reduce a dinamitar ministerios, porque detrás hay hospitales, escuelas y redes que sostienen la vida cotidiana.

De forma más contemporánea, las propuestas de Pierre Dardot y Christian Laval en su libro Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI cobran relevancia en una dirección cercana. No se declaran anarquistas radicales ni niegan la existencia de lo público, pero plantean que “lo común” debe convertirse en el principio central de la vida política, desplazando el protagonismo de la estatalidad. Su crítica a la gestión vertical y burocrática puede resultar atractiva, porque muestra cómo estas estructuras pueden excluir la participación real. Sin embargo, reducir lo común a una esfera separada del Estado es ilusorio. La experiencia histórica de los bienes comunes —el agua, los bosques, la tierra comunal— demuestra que, sin instituciones que financien, universalicen y resguarden con el imperio de la fuerza, acaban apropiados por los actores más poderosos.

Incluso reconociendo la importancia de destacar la fuerza de lo común frente a la rigidez de la burocracia, es necesario plantear algo distinto: el valor positivo del Estado. El Estado no es perfecto, ni eterno, pero ha hecho posible algunas de las mayores conquistas colectivas de la historia: la independencia de los pueblos, los sistemas de educación y salud, las redes de transporte, la administración de justicia, los símbolos compartidos y la memoria común. Por eso, la crítica social no debería convertirse en un mandato de negar todo lo existente. Al contrario, debe partir de la realidad concreta de la estatalidad para reconocer lo que ya ha construido y, desde ahí, explorar sus potencialidades y mejorarlo.

Lo común, sin ese anclaje estatal, carece de fronteras que definan un “nosotros” histórico y de una soberanía que garantice continuidad. En última instancia, es una actualización de las viejas ilusiones proudhonianas de federaciones horizontales que nunca lograron sostenerse a gran escala. Las nuevas formas de antiestatismo repiten esta ilusión con otros disfraces. Hoy lo vemos en el mito de las criptomonedas, la descentralización digital y la utopía blockchain. Allí se proclama que la confianza, el dinero y hasta la soberanía pueden emanciparse del Estado y ser administrados por algoritmos o comunidades virtuales. Pero el resultado es siempre el mismo: concentración tecnológica, mercados opacos dominados por pocos actores, promesas de emancipación que no se cumplen. El colapso de FTX en 2022 mostró de manera brutal cómo esa promesa de libertad sin Estado puede terminar en fraude y concentración de poder.

Estas ideas tienen raíces culturales claras. En Francia, Mayo del 68 proclamó que “la burocracia es el nuevo opio del pueblo” y soñó con una autogestión sin límites. En el mundo anglosajón, su paralelo fueron los hippies y Woodstock: comunas, psicodelia, rechazo de la autoridad. Esa contracultura incubó la idea de que el Estado es un enemigo y que la comunidad espontánea bastaría para organizar la vida. Medio siglo después, ese mismo impulso antiestatal reaparece en los discursos de Silicon Valley y en las ideologías digitales que buscan sustituir instituciones por plataformas. Pero la experiencia muestra que ninguna sociedad compleja ha sobrevivido sin instituciones que ejerzan autoridad legítima y organicen el conflicto. Ninguna comunidad ha perdurado sin fronteras, símbolos, héroes y memoria.

Defender el Estado-nación no es un gesto de nostalgia, sino afirmar, con Ernest Renan, que una nación no es solo un contrato presente, sino también la posesión compartida de un rico legado de recuerdos y la voluntad de seguir viviéndolos. Frente a las distintas formas de antiestatismo —desde el comunismo que intentó abolir la propiedad y las instituciones hasta el anarco-capitalismo libertario que busca disolverlas en el mercado global— la conclusión es la misma: son caminos han producido sociedades desarraigadas, incapaces de sostener su cohesión y reproducir el orden público.

Reivindicar las fronteras no significa levantar muros de exclusión, sino reconocer que son el marco que hace posible la democracia, el derecho y la solidaridad interna. Lejos de ser un vestigio del pasado, la soberanía nacional es una idea vigente y necesaria: en un mundo que tiende a uniformar a los pueblos, es la soberanía la que permite que cada comunidad defienda su modo de vida, su lengua, su memoria y sus proyectos. La verdadera universalidad no surge de borrar lo particular, sino de un diálogo entre identidades que se afirman a sí mismas y que, desde esa base, pueden aportar al conjunto de la humanidad.

Todo lo demás —desde el comunismo hasta las criptomonedas, pasando por el mileísmo argentino— no ha conducido a finales felices, sino a espejismos que terminan en frustración o en tragedia. La nación, con sus instituciones legítimas, sus fronteras soberanas y su comunidad de recuerdos compartidos, sigue siendo la única base real sobre la cual puede construirse una democracia viva, una economía estable y un horizonte verdaderamente humano.

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