El color del cristal

La convocatoria para la marcha anunciada por la llamada “Generación Z” no tuvo el eco esperado. Apenas cuatrocientas, exagerando quizás quinientas personas llegaron al centro de Asunción para participar de “algo” a lo que le faltó muchas cosas: adherentes, organización, timing y sobre todo liderazgo. El resultado fue una treintena de detenidos, ocho agentes policiales heridos en diferente grado y una sensación amarga que, probablemente, quedó instalada en ambos bandos.

¿Por qué hablar de “ambos bandos”? Porque allí se evidenciaron dos posturas distintas, cada una con sus propias razones y sus propios miedos. Por parte del Gobierno, si bien se intentó restar importancia a la movilización, enviaron nada menos que tres mil efectivos policiales a custodiar el orden. Sobre esta dotación: son seis uniformados por cada manifestante, un despliegue que supera al de un crucero de lujo, donde la proporción de personal de servicio es de 1,3 por cada tres pasajeros. Vista así, la cobertura policial fue muy costosa, para un evento tildado de “intrascendente”.

Contrastes llamativos. Para algunos, había un temor real de revivir episodios dolorosos como los del marzo paraguayo, con todo lo que ello implicaba en términos de inestabilidad política. Para otros, la ocasión fue objeto de burla, una demostración del poco arrastre que tendría la juventud digital cuando se trata de salir a la calle. La misma realidad, dos percepciones muy distintas.

Esa diferencia en el ángulo de observación no es casual. Las opiniones tienden a estar íntimamente ligadas a los intereses de cada persona. Para quienes ocupan cargos públicos, o se benefician de su cercanía al poder, la protesta era algo que debía ser minimizado, pero a la par controlado de cerca. Para quienes no se juegan nada, fue solamente un espectáculo pintoresco, digno de algunos comentarios irónicos en las redes.

Otro detalle no menor: entre los participantes, varios ni siquiera pertenecían a la llamada Generación Z. Había mayores, de otras camadas, que colaboraron sumándose para así canalizar frustraciones acumuladas. Eso plantea la pregunta de hasta qué punto se trata de un reclamo generacional auténtico, y hasta dónde es un mosaico de descontentos diversos, sin una causa común lo suficientemente fuerte para unirlos.

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No me enorgullece admitirlo, pero muchos de los que no asistimos pertenecemos a generaciones educadas bajo la máxima de “no te metas y evitarás problemas”. Puede sonar a prudencia, y es así más cómodo que reconocer que se trataba solamente de miedo. La cobardía se disfrazó se sensatez, y así se transmitió a hijos y nietos una cultura de resignación que cuesta romper.

La actitud de los jóvenes, por su parte, duele por la indolencia que revela. Acostumbrados a vivir en la virtualidad de las pantallas, creen que el “me gusta” o el “compartir” equivalen a participar. El día en que deban enfrentarse a la vida real, al conflicto tangible y a las dificultades que no desaparecen con un clic, correrán el riesgo de volverse consumidores crónicos de ansiolíticos, porque nunca aprendieron a resistir ni a pelear.

Aun así, sería injusto cargar todas las culpas en sus espaldas. La apatía actual es, en gran medida, herencia de un modelo social que naturalizó la indiferencia. El “no te metas” no surgió de la nada; fue la lección repetida durante décadas en un país que aprendió a palos el precio del atrevimiento de opinar o actuar libremente.

Vista así, la marcha de la “Generación Z” terminó siendo un espejo en el que cada sector se vio reflejado según su conveniencia. Para el Gobierno, un potencial riesgo que ameritaba máxima vigilancia. Para algunos opositores, una burla. Para los indiferentes, una confirmación de que nada cambia. Y para los pocos que creyeron en ella, una derrota momentánea.

Repetido desde siempre, “nada es verdad ni mentira, todo depende del cristal con que se mira”. En la política, en la sociedad y en la vida misma, las realidades no se imponen por sí solas: se interpretan, se filtran y se colorean de acuerdo con los intereses de quien observa. Lo demás es apenas el escenario donde se libra esa permanente disputa de percepciones.

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