Tres años después, la sociedad paraguaya vuelve a sacudirse con la muerte violenta del Teniente Coronel Guillermo Moral, acribillado frente a nada menos que la Facultad de Derecho -donde era estudiante- a plena luz del día. Este crimen, perpetrado al igual que el de Pecci por sicarios, soldados rasos de la mafia, demostró una frialdad y desprecio por la vida humana que dan miedo, y nuevamente aparece la mano invisible que no tiembla para eliminar testigos incómodos. No estamos ante un acto casual ni un ajuste de cuentas menor. Detrás de estos “gatillos fáciles” hubo planificación y poder.
Ambos casos tienen más en común de lo que aparentan. Los dos hombres, cada uno en su ámbito, habían denunciado delitos: el fiscal, cómo el crimen organizado está permeando las estructuras del Estado; el militar, irregularidades internas que apuntaban a manejos oscuros dentro de su propia institución. Tocaron fibras sensibles, y fueron silenciados con plomo y cobardía.
Resulta inquietante no solo la violencia de los hechos, sino la tibieza institucional que los rodea. Ante el asesinato de un fiscal de la talla de Pecci, todas las alarmas deberían haberse activado. Que un oficial de alto rango del ejército paraguayo haya sido abatido frente a una institución académica, justificaba una reacción inmediata y contundente de las Fuerzas Armadas. La gravedad de estos hechos no tolera indiferencia ni dilaciones.
Paradójicamente, la Fiscalía General del Estado se mueve con parsimonia a la hora de esclarecer la muerte de uno de los suyos. Las declaraciones públicas, los comunicados y las conferencias apenas logran disimilar la sensación de que el caso avanza con demasiada lentitud, propio de los asuntos incómodos. Demasiadas palabras vacías, muy pocas respuestas. Misma cosa desde las Fuerzas Armadas, que lejos de cerrar filas, opta por un silencio demasiado prudente. Ambas instituciones parecen paralizadas.
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No podemos aceptar como país este tipo de mensajes. Si quienes enfrentan el crimen o denuncian irregularidades terminan muertos, y sus propias instituciones reaccionan con apatía o temor, el mensaje para el resto de la sociedad es devastador. Es lo mismo que sacarles el poder a las instituciones constitucionalmente establecidas y trasladarlo a oscuros callejones.
Estos asesinatos son una puñalada en el corazón del Estado paraguayo. No hay que verlos como simples crímenes, son atentados directos contra el orden institucional, contra la justicia y la autoridad legítima. No es poca cosa. Es la evidencia pura y dura de que el crimen organizado y la corrupción se están haciendo del poder.
Estas balas dirigidas contra funcionarios que cumplían cabalmente con su trabajo, fueron también direccionadas hacia la esperanza de los ciudadanos comunes. Porque si el sistema no protege a sus propios fiscales ni a sus oficiales, ¿qué puede esperar un ciudadano que denuncia una injusticia o un abuso? Poco y nada.
A estas alturas, no bastan los homenajes ni las declaraciones de duelo. El mejor tributo que puede rendirse a quienes cayeron cumpliendo su deber es encontrar la verdad y llevar a los responsables ante la justicia, sin importar quiénes sean.
Pecci y Moral no murieron por casualidad. Murieron porque le pisaron el callo a alguien. Y si las instituciones se callan y desvían la mirada, estos gatillos volverán a cobrarse víctimas. Lo que pasó no es poca cosa, es un país entero que está en juego.