Asimismo, comparándose con los demás, les despreciaba, ya que no eran tan “perfectos” cuanto él, porque no cumplían todos los requisitos de su religión.
Es lamentable cuando nos comparamos con los otros, pues siempre terminamos mal. Si uno se considera mejor, más churro o más guapo, fácilmente cae en la soberbia. Si se considera más feo, apático o pobre, acaba con baja autoestima. Podemos hacer solamente dos comparaciones inteligentes: la primera es compararnos con Jesucristo, pues Él es el Camino y el ejemplo del nuevo ser humano, libre ya de las vanidades y del egoísmo. La segunda comparación es con uno mismo, analizando sus actitudes de un año atrás y las del presente: ¿En qué se volvió más comprensivo y disponible? ¿Sigue un cascarrabias empedernido?
Por otro lado, el publicano, que era un cobrador de impuestos coimero y deshonesto, reconoce su maldad, se mantiene a distancia, golpea el pecho y exclama: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador”.
Es humilde, confiesa su limitación, y también sus pecados, pero con una característica importante: confía en la misericordia de Dios, que le concede gracias para cambiar de vida y no seguir con gestos perversos que dañan al semejante. La persona humilde sabe que debe adoptar otras actitudes, de modo de no derrochar las bendiciones del Señor, que las recibe como don, y jamás como supuesto pago por sus méritos. El desenlace es completamente opuesto: uno se volvió más amigo de Dios, y el otro más compinche del diablo, pues “el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado”.
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En otro momento el Maestro afirmó: “Aprendan de mí que soy paciente y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas”. Para lograr verdadera paz de espíritu debemos evitar la soberbia y manifestar más humildad.
Paz y bien