Después de hacer una pequeña encuesta entre mis amigas, hermanas, colegas y hasta la señora que vende chipas en la esquina, confirmé mi sospecha: casi todas tenemos un compañero fiel, pegajoso y nocturno. El insomnio. Y no cualquier insomnio, sino ese insomnio machista, heredado, pegado a la piel como un recordatorio de que nuestra mente rara vez descansa.
Durante años pensé que lo mío era “insomnio familiar”. Mi abuela, una mujer que perfectamente podría haber sido del club de resistencia emocional de Violeta Parra o de las que sostienen el mundo sin que el mundo lo note, repetía siempre que “no dormía de la preocupación”. Y las preocupaciones eran muchas: qué comer mañana, la ropa que no se lavó, el traje típico de las chicas, la leche que faltaba, la boleta de la ANDE que vino doble, las canaletas rotas, el tío que aún no volvía. Una lista infinita que ella cargaba sola, como si el insomnio fuese un impuesto exclusivo para mujeres que cuidan. Y mientras las noches se le partían en migajas, el resto del mundo dormía plácidamente.
No entendí nada de eso hasta que me independicé y la adultez me golpeó con la sutileza de Frida Kahlo pintándose el dolor en la piel. De pronto, esas preocupaciones vinieron a visitarme como fantasmas insistentes. Me di cuenta de que no se van ni con exorcismo ni con té de tilo. En terapia, finalmente, el monstruo recibió nombre propio: carga mental. Ese mecanismo silencioso y aparentemente inofensivo que hace que nos acostemos agotadas, pero con la cabeza encendida como semáforo en rojo. Esa forma sutil —y por eso tan eficaz— de machismo cotidiano que nos obliga a planificar, organizar, recordar, sostener, prever y anticipar… todo lo que muchas veces ni se nota, pero que nos roba horas de sueño y años de vida.
En pleno 2025, una creería que ya avanzamos, que Simone de Beauvoir descansaría tranquila al vernos caminar libres. Pero la realidad es más irónica: podés ser quien quieras, siempre y cuando sigas siendo todo lo que esperan de vos. Soltera o casada, igual te toca cuidar. Profesional o estudiante, igual te toca organizar. Si protestás, exagerás. Y ahí es cuando el insomnio deja de ser sólo machista y se vuelve violento, porque la invalidación es un golpe duro: que te digan que no es para tanto, que estás sensible, que ellos lo harían mejor. Mientras tanto, ellos dicen… “me duermo”. Y se duermen. En serio. Como si nada. Como si cargar con una casa, una vida y un sistema entero fuera tan liviano como cerrar los ojos.
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Desde mis ojeras profundas confieso una envidia feroz por quienes pueden conciliar el sueño en segundos. Quizás algún día nuestra carga mental pese menos, podamos fallar sin culpa, descansar sin permiso y dejar de maquillarnos el cansancio.
Tal vez entonces, por fin, podamos cerrar los ojos… y dormir como si el mundo, por una vez, no necesitara que lo sostengamos nosotras.