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Solía regocijarme en aguas servidas y terrenos baldíos con extensos yuyales hasta donde alcanza la vista pues, para mi suerte, los paraguayos no se caracterizan por ser los más limpios de Latinoamérica, contribuyendo con su suciedad a la propagación de insectos como yo. Por este motivo, considero a los habitantes de la bella tierra guaraní como perfectos aliados de mi especie, ya que pretenden eliminarnos con insecticidas pero, entre su mugre, ofrecen un confortable lugar para nuestra reproducción.
Me conocían como dengue, pero era un simple mosquito que, como otros de mi tipo, transmitía esta enfermedad a través de una picadura. Así, solo con algún espiral o repelente en contra, era imposible no sentirse invencible en un país repleto de contradictorias personas que se quejan día y noche, pero no se mueven para contrarrestar la epidemia padecida.
Sin embargo, con una errada sensación de superioridad, pensé que ningún ser podría frenar mis mortales picaduras, hasta pasar por la desdicha de haber recorrido el departamento de Alto Paraná. Allí, sobrevolando ciudades altoparanaenses, me topé con el presidente Mario Abdo Benítez, quien realizaba una gira por Ciudad del Este.
Ya había escuchado hablar sobre el mandatario, pues entre los mosquitos circuló la noticia del desconocimiento de Abdo Benítez acerca de la innegable epidemia. Por ello, alguien debía hacerle sentir en carne propia lo que puede desencadenar la simple picadura de un zancudo como yo.
Eligiendo con cautela una zona para dejar mi marca imperceptible, logré lo que ningún otro mosquito pudo: picar al Presidente. Orgulloso de mi éxito, emprendí la retirada para presumir ante mis amigos, sin pensar en lo que vendría después: a dos días de mi hazaña, comencé a sentirme extraño, mis alas se movían con lentitud y cometía diversos errores en simples tareas que me daban.
Al tercer día fui junto al médico de la comunidad, quien analizó los componentes del último tipo de sangre que succioné. Para mi sorpresa e infortunio, el doctor me dijo que había adquirido el virus Desastreaneae, mortal para cualquier ser vivo por los peligros de sus síntomas: incapacidad para realizar tareas de gran importancia y contribuir a la desgracia de mi especie.
No podía sentirme más desgraciado en esta vida, sufriendo las consecuencias de mi codicia. El plan me dio un tiro por la culata ya que, después de picar a Marito, no solo le transmití el serotipo 4 del dengue, sino que también adquirí un virus al sorber la sangre del mandatario.
Irónicamente, muchos catalogan a mi especie como un peligro para la sociedad, mientras desconocen al ser virulento que se desempeña como su presidente. Ahora, estando a días de mi fatal final, al menos me despido con mi objetivo intacto: ningún ser es intocable, tarde o temprano surge algo que recuerda la vulnerabilidad presente en todas las personas, independientemente de su posición, dinero, poder o incredulidad. Ahora, mis colegas ya aprendieron la lección y se cuidan mucho del Desastreaneae.
Por Macarena Duarte (17 años)