Piropos y frases osadas que tenés que aguantar solo por ser mujer

Este es un relato de ficción. Frases desubicadas, miradas y gestos indecentes son mis batallas diarias. El acoso que sufro no es por la ropa que use sino porque soy del “sexo débil”, así que debo bancarme los piropos no importa si me hieren o molestan.

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Me preparaba ansiosa, ya que iría a la boda de mi mejor amiga. ¡Estaba feliz! Llegó el día del evento, decidí usar mi vestido de cóctel favorito, un zapato de taco 10 y el labial indeleble rojo que adquirí meses antes. Vivo lejos de la iglesia en la que, en contadas horas, mi hermana del alma contraerá matrimonio, por lo que salí temprano de casa.

Me dispuse a abordar el auto y entonces me di cuenta que estaba en llanta. Como no quería perder tiempo, agarré mi bolso y comencé a caminar para llegar a la parada de colectivos, que queda a cuatro cuadras de mi casa. Iba con pasos firmes hasta que divisé que debía pasar frente a un taller mecánico. Traté de no darle tanta importancia y apresuraba mi marcha.

“Te acompaño, mamita; ¿todo ese cuerpo es tuyo, hermosa?; ¡como quiero arrancarte ese vestido!”, eran algunas de las frases que acompañaban cada golpe que hacían mis tacones al chocar con el suelo. Escucharlas me irritaba, pero trataba de seguir mi camino segura. Mis nervios llegaban al límite al oír los bocinazos de autos que pasaban a mi costado.

En la tercera cuadra, debí esperar que el semáforo me dé paso para continuar, cosa que permitió que todos los choferes de camiones me observaran de pies a cabeza con ojos de deseo y que hicieran gestos obscenos con la lengua. Ver cómo se mordían los labios en el momento que su mirada recorría cada centímetro de mi cuerpo me hacía sentir asco sobre mi persona.

De repente, ya no quería dar un paso más. Me cuestioné el por qué usé ese vestido, esos zapatos y ese labial rojo, tan rojo que seguro se perdía con el rubor de mis cachetes. Solo quería regresar a mi casa y no saber nada más. Me sentía sucia. Deseaba estar en un lugar escondido para que mis ojos pudieran derramar las lágrimas que aguantaba desde esa primera esquina.

Me sentí en la encrucijada más grande de mi vida, estaba entre la espada y la pared porque tenía que seguir mi camino hasta llegar a la parada de colectivos o regresar a mi casa y que todo el acoso se inicie de nuevo. Medité un rato, debía estar con mi amiga en el día más feliz de su vida por lo que junté todas mis fuerzas y seguí adelante.

Cuando por fin llegué a la bendita parada, recuperé un poco de aliento. A lo lejos vi que el bondi se acercaba, hice la seña para que se detuviera y subí. Al pasarle el importe del pasaje, al chofer me agarró la mano y me miró de una manera provocativa, cosa que estalló mi impotencia.

Comprendí que todo lo que me pasaba era la batalla diaria de las chicas. Si llevo puestos pantalones, polleras o shorts con cuarenta grados de calor, siempre seré el blanco perfecto de “cumplidos” y frases osadas. No importa si me da rabia, ganas de llorar o vergüenza, igual escucharé en cada paso uno que otro piropo desubicado, no por culpa del vestido ni del labial, sino por el simple hecho que nací mujer. Piropeadores, ¡por qué no se van a vender hielo al Polo Norte!

Por Rocío Ríos (18 años)

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