Soy el mejor amigo del hombre, pero cuando me acerco la gente me patea e insulta

Esta es una historia de ficción. Busco entre las basuras restos de comidas, ya que la pancita me gruñe por el hambre, pero rara vez consigo algo más que migajas. Cuando me acerco a saludar, la gente no es amigable, me patea y grita: “¡Néike!, jagua né”.

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Las patitas me duelen, pues el roce con el asfalto caliente raspa mi piel y ayer pasé la noche entera buscando comida entre las bolsas de residuos. El calor intenso me seca el hocico, pero logro calmar mi sed tomando el agua de un sucio charquito que encontré en el camino.

En las calles, siempre debo estar alerta, pues si me acerco mucho, las personas me patean o empujan. No obstante, a veces logro hacer algunos amigos que me dan caricias y alimentos, pero cuando esta gente amable se va, me vuelvo a quedar solo.

Las noches, en comparación a las mañanas, son más frescas y tranquilas, pues el sol se esconde y la gente descansa. Sin embargo, pocas veces duermo bien, ya que el estomago me gruñe por el hambre y, como estoy solito, tengo miedo a la oscuridad.

No siempre fui un perro callejero, antes tenía un hogar y ahí vivía con mis hermanitos. Me encantaba jugar con ellos, pero cuando corríamos, yo siempre quedaba atrás, pues tengo una patita chueca.

Antes no me asustaba la oscuridad, ya que dormía junto a mis hermanos todas las noches y ellos nunca me abandonaban. Hace un tiempo que me separé de mi hogar; sin embargo, todos los días, espero volver a ver a mi familia y mi dueño.

Hoy, desperté bajo la sombra de un árbol, pues anoche llovió y me refugié en una plaza. En el parque, unos niños que parecen amigables se acercan; sin embargo, uno de estos chiquillos me lanza una piedra con su hondita.

Corro por la plaza en busca de un refugio, pero mi patita torcida impide que vaya rápido. El niño del parque me persigue y las rocas que lanza con su hondita me lastiman el cuerpo, causándome mucho dolor.

Las heridas en mi lomo, producidas por el impacto de las piedritas, empiezan a sangrar. Como no encuentro escondite, corro lo más rápido que puedo para escapar del chiquillo y, de una vez por todas, dejarlo atrás.

En la vereda de enfrente, me parece ver a mi dueño paseando a dos de mis hermanitos. Muy contento, atravieso la plaza con la esperanza de escapar de mi victimario y reencontrarme con mi familia, pues siempre esperé el momento de volver a mi hogar.

Corrí tan rápido como lo permitían mis patitas, pero cuando di un paso sobre el asfalto, jamás vi a un auto que se acercaba velozmente. Por el impacto, por un momento, sentí mucho dolor, pero ahora estoy tranquilo y sin miedo, pues ya me encuentro en un lugar mejor donde no existen piedras ni insultos.

Por Agustina Vallena (19 años)

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