En el segundo martes de octubre, el Día Internacional de Ada Lovelace celebra a la matemática británica del siglo XIX que imaginó, antes de que existieran las computadoras modernas, que una máquina podía manipular símbolos y producir algo más que números.
Su figura, rescatada del pie de página de la historia para convertirse en icono cultural y feminista, vuelve a interpelar a la industria tecnológica en plena era de la inteligencia artificial: ¿pueden las máquinas crear? ¿Qué significa programar cuando los modelos generan imágenes, texto y música? ¿Y quiénes tienen la posibilidad real de definir ese futuro?
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La vigencia de una visionaria en la era de la IA
Augusta Ada King, condesa de Lovelace, trabajó en 1843 sobre el “motor analítico” de Charles Babbage, una máquina teórica de propósito general.
En sus célebres notas —más extensas que el texto original que traducía— describió un método para calcular números de Bernoulli que muchos consideran el primer algoritmo destinado a ser ejecutado por un dispositivo mecánico.
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Más allá del hito técnico, su audacia conceptual reside en haber entendido que, al operar con símbolos, un artefacto podría “componer piezas musicales de cualquier grado de complejidad” si se le dictaban las reglas adecuadas.
Esa intuición, a menudo citada y debatida, atraviesa hoy las discusiones sobre la creatividad de los sistemas de IA generativa.
Durante décadas se atribuyó a Lovelace el llamado “argumento de la objeción de Lovelace” —la idea de que las máquinas no “originan” nada—, una lectura simplificada de pasajes donde advertía que los dispositivos hacen lo que se les ordena.
En el presente, ese matiz cobra relevancia: los modelos de lenguaje y de difusión producen resultados novedosos, pero lo hacen en virtud de datos, arquitecturas y objetivos definidos por personas.
El diálogo con Lovelace es una actualización: su apuesta por un horizonte simbólico para las máquinas incluye, implícitamente, la responsabilidad humana sobre su diseño, límites y usos.
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Programación como lenguaje del futuro
Para Lovelace, la computación no era un mero ejercicio aritmético. Al imaginar un motor que manipula símbolos, abrió la puerta a considerar la programación como un lenguaje: una manera de expresar ideas, modelar mundos y, en definitiva, crear.
Hoy, en el terreno de la IA, “programar” no se agota en escribir código; también implica diseñar conjuntos de datos, formular tareas de entrenamiento, redactar prompts o establecer salvaguardas.
La interfaz entre intención humana y comportamiento del sistema se ha expandido, pero conserva el núcleo que Lovelace entrevió: reglas y representaciones pueden producir resultados con contenido estético, narrativo o científico.
La pregunta por la creatividad deja de ser un juego dialéctico cuando se observa su impacto práctico. Algoritmos que asisten en el descubrimiento de fármacos, modelos que componen música o herramientas que ilustran y editan video desafían categorías tradicionales de autoría y co-creación.
En este ecosistema, la alfabetización computacional —desde leer y evaluar un modelo hasta entender sus sesgos y limitaciones— se parece cada vez más a la competencia lingüística: condiciona la posibilidad de participación plena en la vida cultural y económica.
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De figura histórica a símbolo cultural y feminista
Lovelace no solo nombra un lenguaje de programación (Ada) y múltiples premios; su perfil atraviesa la cultura popular, desde novelas y cómics hasta series y videojuegos. Ese tránsito no es casual: su biografía condensa tensiones contemporáneas entre ciencia y arte —hija del poeta Lord Byron y alumna de la matemática Mary Somerville—, y ofrece un relato de origen para la revolución digital donde una mujer ocupa el centro.
En clave feminista, Ada Lovelace se convirtió en emblema de una genealogía de científicas e ingenieras invisibilizadas o subrepresentadas.
El “Ada Lovelace Day” nació precisamente para dar visibilidad a mujeres en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM) y generar referentes que contrarresten estereotipos persistentes. La fuerza simbólica importa: múltiples estudios muestran que la presencia de modelos a seguir impacta en la elección de carreras y en la permanencia en sectores tecnológicos.
La brecha que persiste: datos y agenda de inclusión
La celebración convive con una realidad ambivalente. A nivel global, según informes recientes de Unesco y otras organizaciones, alrededor de un tercio de las estudiantes en educación superior eligen carreras STEM, pero la presencia femenina desciende de forma marcada en informática e ingeniería.
En el campo específico de la inteligencia artificial, estimaciones internacionales sitúan la participación de mujeres en la fuerza laboral del sector en torno a un quinto del total. La brecha no solo es de acceso: se manifiesta en liderazgo, financiación de startups, autoría en publicaciones y reconocimiento.
Cerrar esa distancia exige políticas sostenidas: formación docente y curricular con perspectiva de género, programas de mentoría y becas, conciliación y corresponsabilidad para evitar la “fuga” de talento, métricas de diversidad en equipos de I+D, y transparencia en datos de contratación y promoción.
También pide intervenir en la cultura del trabajo tecnológico, desde sesgos en procesos de selección hasta ambientes poco inclusivos. La agenda de IA responsable suma un capítulo: equipos diversos tienden a detectar riesgos con mayor anticipación y a construir sistemas más justos y robustos.
Un legado en tiempo presente
El legado de Ada Lovelace no es una reliquia victoriana: es una invitación contemporánea. Nos recuerda que la computación es un territorio de imaginación y método, de reglas que abren espacios creativos; y que la dirección de esa imaginación depende de quiénes escriben las reglas.
En la era de la IA, celebrar su día significa algo más que mirar atrás: es comprometerse con un futuro donde programar —en el sentido amplio que ella anticipó— sea una forma de expresión al alcance de todas las personas, y donde la potencia creadora de las máquinas esté al servicio de una sociedad más diversa y equitativa.