Jeju, la mayor isla de Corea del Sur, ha pasado de ser un retiro agrícola y pesquero a consolidarse como uno de los destinos turísticos más emblemáticos del noreste asiático.

Entre paisajes volcánicos reconocidos por la Unesco, tradiciones marítimas centenarias y una apuesta en marcha por el turismo sostenible, el territorio insular se enfrenta al desafío de crecer sin perder su esencia.
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Un patrimonio forjado por el volcán
La silueta de Hallasan, un volcán escudo y el pico más alto de Corea del Sur, domina el horizonte y explica buena parte de la singularidad geológica de Jeju.

El conjunto “Jeju Volcanic Island and Lava Tubes” —que incluye el cráter de Seongsan Ilchulbong y la cueva de lava Manjanggul— está inscrito como Patrimonio Mundial de la Unesco por su valor científico y paisajístico.
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Cráteres secundarios, acantilados basálticos y tubos de lava accesibles al público permiten observar cómo la actividad volcánica modeló el terreno.

Ese marco natural facilita actividades de bajo impacto: senderismo en las rutas que ascienden al Hallasan, paseos al amanecer en Seongsan, y visitas a redes subterráneas de lava con señalización y control de aforo.

El clima subtropical, con inviernos moderados y veranos húmedos, amplía la temporada turística pero exige gestión cuidadosa del flujo de visitantes.
Cultura de mar y piedra
Más allá del paisaje, Jeju preserva tradiciones únicas. Las haenyeo, buceadoras que recolectan mariscos y algas sin equipamiento autónomo, simbolizan el rol productivo de las mujeres en la isla y fueron inscritas en 2016 en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco.

Su práctica, hoy en transición generacional, es también un termómetro social: proyectos locales buscan su relevo formativo mientras se ordena la observación turística para no convertir su actividad en espectáculo invasivo.

Las figuras de piedra dol hareubang —guardianes tallados en basalto— flanquean entradas de pueblos y caminos.

Junto con viviendas tradicionales de techo de paja y muros de roca seca, remiten a una arquitectura adaptada a vientos intensos y suelos volcánicos.
La lengua local (jeju), reconocida por lingüistas como variante diferenciada del coreano, y festividades agrícolas completan un mosaico cultural que convive con cafés de diseño y museos contemporáneos.
Senderos, mar y gastronomía
La red de rutas Jeju Olle, trazada en etapas que circunvalan la isla, ofrece una alternativa al turismo motorizado: caminos señalizados que cruzan campos de mandarinos, playas de arena blanca y aldeas pesqueras.
El litoral alterna calas resguardadas con tramos rocosos de alto valor ecológico, aptos para la observación de aves y la fotografía de paisajes.
En la mesa, la isla enfatiza producto local: cerdo negro a la parrilla, abulón, oreja de mar y algas cultivadas; mandarinas y hallabong (cítricos híbridos) alimentan tanto la cocina doméstica como la exportación.
La proliferación de cafeterías y pequeñas tostadoras, muchas con vistas al mar, refleja la adaptación del comercio a un visitante joven y conectado.
Un motor económico con retos de sostenibilidad
El turismo se ha convertido en uno de los pilares de la economía de Jeju, con predominio de visitantes nacionales y una recuperación gradual del flujo internacional tras la pandemia.
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Esa dependencia trae consigo retos que se repiten en destinos insulares: presión sobre recursos hídricos, gestión de residuos, congestión vial y encarecimiento de la vivienda vinculada a estancias temporales.
Las autoridades locales han impulsado programas de movilidad eléctrica y energías renovables en el marco de objetivos de neutralidad de carbono.
La expansión de puntos de carga, la incorporación de autobuses eléctricos y el desarrollo de parques eólicos buscan reducir la huella del transporte y del suministro energético.
En paralelo, se regulan accesos a espacios frágiles, se establecen límites en temporadas pico y se promueve la reserva anticipada en áreas protegidas.
Ciertas infraestructuras, como el debate sobre nuevas capacidades aeroportuarias, han abierto discusiones públicas sobre el modelo de crecimiento: entre facilitar el acceso y evitar el “sobreturismo” que ya experimentan tramos de costa y enclaves icónicos al amanecer.
Planificación para un turismo de bajo impacto
Organizaciones locales y emprendedores han apostado por productos de estancia más larga y actividades de bajo impacto: voluntariados ambientales, talleres de artesanía en pueblos del interior y rutas interpretativas con guías certificados.
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La digitalización de reservas y el escalonamiento de horarios en puntos de alto tránsito buscan repartir la carga turística. Al mismo tiempo, se fomenta el consumo en negocios familiares para que el gasto se distribuya más allá de los corredores más visitados.
Para el viajero, la mejor temporada depende del balance entre clima y afluencia: la primavera ofrece floraciones y visibilidad limpia; el otoño, cielos estables y temperaturas templadas.
El verano trae festivales y playas, pero también mayor humedad y visitantes. En cualquier época, el consejo recurrente es el mismo: respetar senderos, reducir residuos, y recordar que el atractivo de Jeju —su patrimonio natural y cultural— depende de una relación equilibrada entre residentes y visitantes.
Un destino que negocia su futuro
Jeju encarna una tensión contemporánea: cómo proteger un patrimonio único mientras se capitaliza su atractivo global.
La respuesta no depende solo de normas, sino también de decisiones cotidianas de quienes llegan y de quienes habitan la isla. Entre tubos de lava y mares esmeralda, la apuesta por un turismo más consciente no es un eslogan: es la condición para que el volcán dormido siga marcando, en equilibrio, el pulso de la isla.