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La banalización de la divulgación científica en los medios masivos crece a la par que el entusiasmo por la ciencia en el gran público: van unidas, y quizá por ello el antídoto para tal banalización y tal entusiasmo es el mismo: más conciencia de las limitaciones, problemas y conflictos de la actividad científica, su contexto histórico y los factores ajenos a las investigaciones en sí mismas que determinan su impacto e incluso su realización, y menos aplausos que estorben la reflexión y el pensamiento crítico.
Por ejemplo, hoy leí un artículo, publicado hace días, en el que la Dra. Jennifer Erickson (Univ. de Minnesota) y su equipo subrayan explícitamente la «Limitación» de su estudio, debida a sus fuentes de financiación, y, a reglón seguido (tras lo antes admitido hay, claro, que relativizar debidamente esto), añaden que «Los autores realizaron el estudio independientemente de la fuente de financiación, apoyada principalmente por la industria alimentaria y agrícola» (Erickson, Sadeghirad et al.: «The Scientific Basis of Guideline Recommendations on Sugar Intake: A Systematic Review», en Annals of Internal Medicine, vol. 166, nº 4, 20 de diciembre del 2016). Cuando los patrocinadores de la investigación científica son empresas o instituciones representantes de empresas, cierto elemental rigor exige prudencia, distancia y escepticismo, pero escepticismo genuino y coherente, es decir, escepticismo incluso, y ante todo, con lo que se presenta como ciencia.
Innovación y mercado
Si innovar es proponer algo nuevo o mejorar algo ya existente, la innovación es viejísima. Ahora bien, su rentabilidad para la industria hoy ha llevado a asociar la investigación científica con una idea de innovación básicamente tecnológica en pos del desarrollo de procesos y productos dirigidos al mercado, lo cual le da a esta noción un valor que refleja intereses corporativos, pero ese no es un valor epistemológico, sino un valor económico.
Hoy, la búsqueda de innovación competitiva orienta la investigación a la producción para el mercado, «innovando» en áreas manejadas por las corporaciones o generando conocimiento que pueda ser patentado. Desde luego, los científicos pueden, y suelen, hacer descubrimientos que den lugar a desarrollos tecnológicos, capaces, a su vez, de generar innovaciones en los mercados en los que compiten las empresas, pero este no es el único –ni el mejor– modelo de avance en el conocimiento científico; solo es, dada la avidez del mercado por las innovaciones tecnológicas, el más adecuado para promover el consumo y favorecer el crecimiento de la industria.
Impacto y publicación
El 9 de diciembre del 2013, víspera de la ceremonia de entrega, en Estocolmo, de su Nobel en Medicina, el doctor Randy Schekman anunció en un artículo en The Guardian que no volvería a publicar nada en prestigiosas revistas científicas como Nature, Science y Cell porque estas «distorsionan el proceso científico o, peor aún, ejercen una “tiranía” sobre él que no sólo desfigura la imagen pública de la ciencia, sino incluso sus prioridades y su funcionamiento diario» (Javier Sampedro: «¿Y si la ciencia no es eso que tú crees?», en: El País, 12 de diciembre del 2013).
¿Es posible dedicarse a investigar de manera propiamente científica cuando se exige un número equis de artículos por año en revistas de determinado índice de impacto? ¿Es posible cumplir tal exigencia sin que la cantidad importe más que la calidad, o sin que el interés del trabajo dependa del nombre de las revistas en las que se lo publica o menciona y no de su valor intrínseco? ¿Es lógico dejar de juzgar a los científicos por sus ideas, sus hipótesis y su obra en sí misma para contar sus publicaciones en tales o cuales revistas y las veces que los citan, según criterios, en fin, cada vez más burocráticos? Cuando Andrew Wiles demostró el último teorema de Fermat, no había publicado más que catorce trabajos entre 1977 y 1993: ni siquiera un artículo por año. ¿Es su «excelencia» matemática menor, acaso, por ello?
Industria editorial
¿Por qué la comunidad científica no puede manejar la comunicación y la evaluación por pares de modo independiente, a fin de que la producción académica y científica no esté subordinada a los intereses del mercado editorial?
El 5 de enero de 1665 se publicó el Journal des Savants, primera aparición de una nueva forma de publicación periódica sobre avances en física, química, astronomía, matemáticas, anatomía e inventos mecánicos, que introdujo un proceso de selección de artículos. Desde entonces, se ha consolidado un mercado de publicaciones científicas. Los criterios de selección de trabajos y las estrategias de comercialización varían, pero los actores principales siguen siendo la editorial y el investigador. Aquella persigue los fines propios de una empresa (además de, en principio, el desarrollo del conocimiento y la comunicación de la ciencia). Para el investigador, entran en juego su reconocimiento y el impacto de su labor en la comunidad científica, cuya falta repercute negativamente en la valoración de su trabajo con independencia de su calidad intrínseca, y puede suponer falta de patrocinios económicos de instituciones públicas o privadas o del gobierno.
La economía pesa, pues, para ambas partes. ¿Cómo influye esto en la ciencia? Desde un punto de vista epistemológico, parece inevitable cuestionar la forma de otorgar prestigio a un investigador por parte de la industria editorial, que ante todo debe defender su modelo de negocio.
Randy Schekman critica el factor impacto porque no refleja necesariamente la calidad del trabajo. Para el Nobel de Medicina, revistas como Nature, Science y Cell perjudican a la ciencia al estar más interesadas en el impacto mediático y las ganancias que en la calidad de los artículos. Y critica también la relación de la industria con este tipo de revistas y su interés en promover la autorización y el uso de sus productos con la publicación de artículos científicos sobre ellos. «El factor de impacto se calcula sobre la base del número de citas de un artículo en los dos primeros años desde su publicación. Esto significa que esas revistas quieren artículos que vayan a tener un éxito sensacional inmediato, y no necesariamente los que perdurarán y serán significativos en años venideros» (entrevista a R. Schekman, «Misrepresenting science is almost as bad as fraud: Randy Schekman», en: Live Mint, 20 de enero del 2015).
«Una cultura de rendición de cuentas»
El biólogo de la Universidad de Cambridge (y miembro de la Royal Society, y Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2007) Peter Lawrence es uno de los científicos notables que sostienen posturas similares a las de Randy Schekman, en su caso desde hace décadas: «En vez de evaluar la propia investigación, los que distribuyen el dinero y las posiciones evalúan a los científicos mediante indicadores de rendimiento (es mucho más fácil calcular algunas cifras que pensar seriamente en lo que una persona ha logrado).
Los gerentes les están robando el poder a los científicos, y construyendo una cultura de rendición de cuentas» (Peter A. Lawrence: «The politics of publication», en: Nature, vol. 422, nº 20, marzo del 2003, pp. 259-261).
«La teoría es que los mejores artículos se citan con más frecuencia, de modo que las mejores publicaciones obtienen las puntuaciones más altas. Pero se trata de una medida tremendamente viciada, que persigue algo que se ha convertido en un fin en sí mismo», escribe Schekman. «Es habitual, y muchas revistas lo fomentan, que una investigación sea juzgada atendiendo al factor de impacto de la revista que la publica. Pero como la puntuación de la publicación es una media, dice poco de la calidad de cualquier investigación concreta. Además, las citas están relacionadas con la calidad a veces, pero no siempre (...) Los directores de las revistas de lujo lo saben, así que aceptan artículos que tendrán mucha repercusión porque estudian temas atractivos o hacen afirmaciones que cuestionan ideas establecidas. Esto influye en los trabajos que realizan los científicos. Crea burbujas en temas de moda en los que los investigadores pueden hacer las afirmaciones atrevidas que estas revistas buscan, pero no anima a llevar a cabo otras investigaciones importantes» (Randy Shekman: «Por qué revistas como Nature, Science y Cell hacen daño a la ciencia», en: El País, 12 de diciembre del 2013).
montserrat.alvarez@abc.com.py