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La aguda crisis de la salud pública es tan evidente que sigue de hecho en estado de emergencia, aunque la pandemia haya prácticamente desaparecido. En otros términos, el sistema sanitario se halla en una constante situación de peligro o desastre que exige una acción inmediata, pero el presidente Santiago Peña y la ministra responsable, María Teresa Barán, han estado más bien interesados en inauguraciones propagandísticas, incluso de obras inconclusas, antes que en velar por el buen funcionamiento de unas instalaciones que deben estar dotadas de recursos humanos y materiales suficientes para evitar que se pierdan vidas. Resulta canallesco que el poder político quiera aparentar que se desvela por la salud de la gente, mientras niños y neonatos fallecen por no poder ser atendidos, y locales sanitarios construidos se deterioran y no se utilizan por desidia o negligencia gubernamental. De esta manera, el derecho a la vida es infringido por el mismo Estado que debe proteger y promover la salud, así como brindar asistencia pública para prevenir o tratar enfermedades, sin que las autoridades competentes parezcan conmoverse. Dan la impresión de que prefieren engañar a la ciudadanía antes que ocuparse en verdad de que un derecho fundamental tenga real vigencia. Todo lo que hacen nuestras autoridades es calificado por ellos de “histórico”, que “nunca antes” el país consiguió tanto, y se empeñan en hacer creer que la gente “está mejor”.
Valga como ejemplo que el 8 de marzo se publicó que solo en los últimos diez días habían muerto en nosocomios públicos dos recién nacidos y un tercero por nacer: uno en el hospital regional de Pilar, porque faltaba una cama de terapia intensiva en el bloque materno-infantil inaugurado días antes por el Presidente de la República, el de la ANR, Horacio Cartes; por el vicepresidente de la República, Pedro Alliana, y por la ministra del área; otro falleció en el asunceno Hospital Materno-Infantil Santísima Trinidad, adonde fue trasladado desde Villarrica porque la Unidad de Terapia Intensiva del hospital regional fue desmontada después de su pomposa inauguración; otro, durante un parto en el Hospital Materno-Infantil de Coronel Oviedo, donde no se le pudo practicar una cesárea a la parturienta por falta de anestesista. Pocos días antes también se produjo un caso muy llamativo, cuando un niño de ocho años no pudo ser atendido en el hospital de Presidente Franco por falta de terapia intensiva, y tuvo que ser trasladado hasta un hospital en Santa Rita, a 70 km, lo que derivó en su muerte. Hay más, pues otro caso de lamentable abandono del sector sanitario se produjo una vez más en el Alto Paraguay, donde una embarazada soportó una lamentable peripecia. Desde el precario hospital de Bahía Negra fue transladada en ambulancia a Fuerte Olimpo, donde tampoco pudo ser atendida por falta de anestesista; de nuevo la ambulancia partió hacia Asunción, pero por una lluvia y el lodazal tuvo que retornar a Fuerte Olimpo. Finalmente, una aeronave fue para evacuarla hasta Concepción, donde recibió la atención que necesitaba.
Existe un factor que en nuestro país reviste singular importancia por sus muy nocivas consecuencias: aunque la ministra no se dedique a la politiquería o quizá precisamente por eso, debería impedir que ese factor tan nocivo para la función pública influya en su gestión, como estaría aconteciendo según el Sindicato Nacional de Médicos (Sinamed): su injerencia sería mayor que nunca, lo que es mucho decir considerando los antecedentes. La salud y la educación públicas son desde siempre cotos de caza muy apetecidos por los mandamases de turno, grandes y pequeños, siempre interesados en cargar a sus respectivas clientelas sobre las espaldas de los contribuyentes.
Aludiendo a la ministra Barán, la doctora Rossana González, del Sinamed, dijo con toda razón que si aceptó el cargo, debe poder elegir a su Gabinete y no permitir que le impongan personas. Según la citada dirigente sindical, la titular de Salud Pública “no elige a los directores de hospitales regionales, sino que son impuestos por sectores políticos: en Villarrica el que manda es el gobernador”. Lo que sucede respondería a lo dicho por Santiago Peña en su campaña electoral: no importan los títulos ni los estudios, sino la afiliación a la ANR, siendo de esperar que “algún día los cargos sean ocupados por mérito y no por el color de la pañoleta”, según la doctora González.
La burda propaganda gubernamental no puede ocultar la desastrosa gestión ministerial, avalada por un Jefe de Estado propenso a las escenificaciones efectistas. Si es condenable jugar con la salud de la población, también lo es jugar con su buena fe: ya es hora de abandonar la práctica fraudulenta de intentar hacer creer que se está haciendo mucho en el sistema sanitario, mientras se suceden las víctimas de su ineficiencia culposa.
Se espera que el pomposo Equipo Nacional para la Intervención y el Mejoramiento Integral de la Salud, creado tras los fallecimientos antes referidos, no sea un ardid más para dar la impresión de que se busca “dar soluciones estructurales lo más pronto posible” (Santiago Peña), en un campo donde “hay deudas históricas” (María Teresa Barán). Deudas que a este paso difícilmente se saldarán.