Cargando...
En 1870, Napoleón III se rinde ante Bismarck, en 1871 Rimbaud contempla el incendio de la ciudad de Méziéres –«Buena suerte, gritaba, y veía un mar de llamas y la humareda en el cielo; y a izquierda y a derecha todas las riquezas llameando como millares de centellas»–, destruida por las tropas prusianas, los más pudientes dejan la capital y huyen a Versalles y el 18 de marzo los soldados franceses llegan a Montmartre a llevarse los cañones por orden del gobierno y dejar desarmada París, entregándola, pero las mujeres los detienen poniendo sus cuerpos y las siguen todos, y también la Guardia Nacional –formada en buena parte por mujeres–. Así comenzó ese día la Comuna de París.
En 1917, año de largas colas para conseguir alimentos en la Rusia zarista, cuando el 8 de marzo –en el calendario juliano– terminaron las inevitables celebraciones oficiales del Día de la Mujer, las mujeres reales salieron de las fábricas, marcharon por las calles y llamaron a su paso a todos por el camino y entraron en las demás fábricas a decir a los hombres que dejaran sus puestos de trabajo y las siguieran y arrojaron bolas de nieve a las ventanas para que todos salieran a unírseles y de pronto fueron miles marchando por las heladas calles de Petrogrado y ya no rugían: «¡Queremos pan!», sino: «¡Abajo el zar!». Así comenzó ese día la Revolución Rusa.
¿Por qué, entonces, esta semana, entre las inevitables celebraciones oficiales del Día de la Mujer, en la prensa y las redes hubo pinturas de una femineidad no violenta y hasta de una «revolución de las mujeres» (en alusión al movimiento feminista) postulada como modelo por «pacífica»?
Si en la Comuna de París de 1871 y en la Revolución Rusa de 1917 los detonantes fueron movimientos liderados por mujeres, miles de mujeres, además, defendieron la Comuna en las barricadas, fusil en mano, y miles combatieron y murieron en la Revolución Rusa, y en la Guerra Civil española, y en la Revolución Mexicana, y en guerras mundiales, y civiles, y de independencia, y en revoluciones. ¿Por qué la violencia bélica en general, y la violencia revolucionaria en particular, se asocian esencialmente a los hombres? Pues es notorio que, en su reconstrucción retrospectiva, estos episodios históricos quedan asociados a un sujeto colectivo inequívocamente masculino conforme a un concepto de «hombría» como aptitud superior, entre otras cosas, para la guerra, y cuyo concepto inverso y complementario es el de «feminidad». Apunta el historiador británico Eric Hobsbawm en una nota al pie en uno de sus libros más traducidos que, después de 1945, el capitalismo constitucional occidental, los sistemas comunistas y el tercer mundo coincidieron en olvidar «el importante papel que había desempeñado la mujer en la guerra, la resistencia y la liberación» (1).
Que el relato histórico supone ciertas exclusiones que traducen el consenso social sobre los sectores excluidos al tiempo que forman parte de los procesos de construcción social de ese consenso parece una explicación razonable, aunque poco original. No nos extrañará que se pinte una «pacífica» revolución «de las mujeres» si consideramos el consenso social sobre lo masculino y lo femenino. Tampoco nos extrañará que, entre los sectores excluidos de los relatos oficiales, la población femenina, representada como no violenta, esté ausente o a un lado en la violenta historia de las revoluciones, ni que estas se asocien a lo «viril». Aunque se pretenda elogio, la afirmación del carácter «pacífico» de la revolución «de las mujeres» las fuerza (es violencia, aunque disfrazada) a encajar en el molde empático, pasivo, manso, abnegado, maternal, no violento, de lo «femenino», complemento del aguerrido, impetuoso, valiente, violento principio opuesto, la «virilidad». En los relatos historiográficos, literarios, cinematográficos, periodísticos, etcétera, las revoluciones –las revoluciones violentas, o sea (seamos sinceros), las revoluciones de verdad–, son cosa de machos: ¿qué es un «macho» sino el compendio de todos los caracteres exaltados por la épica revolucionaria? Intrepidez, honestidad, valentía, fuerza, nobleza, lealtad, brutalidad física, violencia... Inversamente, la mujer (y todo ser «no-macho») reúne los atributos inversos: pasividad, ternura, debilidad de carácter, astucia, deslealtad, cobardía, hipocresía, dulzura, sentimentalismo...
La presencia de este dualismo en diversas épocas y sociedades está muy estudiada y es muy anterior, obviamente, a las revoluciones modernas. Justamente por su arraigo, inconsciente ya, el relato de las revoluciones integra tan natural y fácilmente esos pares de opuestos en la reconstrucción –literaria, historiográfica, cinematográfica, política...– de los hechos
Pero no se crea que voy a usar los ejemplos de la Comuna de París, la Revolución Rusa o cualquier otro para responder a la pintura pacifista de la mujer y su revolución no violenta con una pintura contraria –de la mujer como violenta, guerrera o lo que se me antoje–. ¡En absoluto! Para mí, todo esto son ficciones. Seducen a una sociedad en un momento dado de su historia y en otro momento no, o seducen a un sector de una sociedad y molestan a otro; es todo. No son más que flatus vocis. Cuando me felicitan por el día de la mujer, como esta semana, y respondo: «Yo no soy una mujer», lo digo por esto. No existe la mujer, no existe el macho, no existe el hombre. Lo que se llama «realidad» es indudablemente real para la inmensa mayoría de la gente porque esa inmensa mayoría –es decir, las personas normales– no puede vivir dudando de que el mundo existe, de que el sol saldrá mañana, de que si un vaso cae al piso se romperá por una causalidad demostrable científicamente: para vivir, las personas normales necesitan creer que todo eso es indudable, y que el sol, el vaso, el piso, la mujer, el hombre, el mundo, existen indudablemente. Por supuesto (¡ay de mí!), yo no soy en absoluto una persona normal, pero eso no interesa; vuelvo al punto (más «normal») de la función ideológica del Día de la Mujer: dar existencia a lo inexistente. Dar imagen a la Mujer, no importa si sexista y anticuada o «revolucionaria» y «transgresora», si oscuro objeto de deseo machista o icono feminista, en un altar que siempre es disfraz de un molde. Insultos y elogios, idealizaciones y denuestos, siguen idéntica lógica, cumplen idéntico fin. El Día de la Mujer es tan inevitable como imposible es el Día del Hombre, sujeto tácito y narrador omnisciente de la Historia cuya función está tan profundamente imbricada en la compleja estructura del statu quo que no cambiará con marchas o con lenguajes inclusivos (que lo que hacen, en todo caso, es problematizar cosas que una sociedad da por sentadas). Más imposible aún, un Día del Macho pondría en evidencia que detrás de ese sujeto tácito de la historia existe, inconfesable gemelo bufo, versión extrema y caricaturesca, un pariente loco que encarna de modo obsceno el mismo delirio que todos los demás miembros de la familia comparten pero disimulan con decoro, y al que se esconde apresuradamente cuando llegan visitas.
El macho: no he tomado, por cierto, esta noción de las pintatas que vemos a diario en todas las ciudades: soy demasiado vieja para andar grafiteando muros por las calles y demasiado individualista, o rara, o solitaria, como ustedes prefieran, para actuar o pensar en grupo. No, lo del «macho» lo he tomado de Carlos Monsiváis, «el Sabio Monsi» –y para el que tenga curiosidad por el sobrenombre de ese escritor mexicano, que reunió la gracia del literato, la puntería del periodista y la profundidad del pensador, remito a un artículo publicado antes en estas páginas y titulado, precisamente, «El Sabio Monsiváis» (2)–.
«En México», escribe Monsiváis, «el término [macho] se prodiga después de las luchas revolucionarias para señalar a los hombres entre los hombres, quienes encarnan con denuedo la moral de la época, se irritan ante la posposición de la muerte, dan clases de serenidad ante el piquete de fusilamiento o la artillería enemiga. El macho representó la cúspide de un pacto presentado como “el arrojo de la especie”. […] afirmó una actitud y la convirtió en herencia social: que nadie dude del valor supremo de ser macho, la virilidad es el mayor sentido de cualquier conducta […] Lo que a fin de cuentas no es sino requisito indispensable de una época de violencia revolucionaria aparece como la conquista social que, al tiempo que reafirma la inferioridad de las mujeres, se convierte en incentivo bélico…».
Es fácil extrapolar a otras sociedades el peso que Monsiváis atribuye a la figura mitológica del macho de la Revolución Mexicana en la suya, y encontrar las mismas funciones –de confirmación del «valor supremo de ser macho» y la «inferioridad de las mujeres»– en el culto a héroes de otras gestas revolucionarias. «Al ir adquiriendo mayúsculas la Revolución mexicana», prosigue Monsiváis, «un lenguaje de época reaparece como mitología pública. Admiren al macho a partir de la vestimenta, véanlo hablar, miren la gallardía con que nos mira desde la foto histórica…» (4). En todo caso, siempre podremos evocar también a las mujeres de la Comuna tal como vívidamente las pinta Maurice Dommanget, pañuelo rojo y fusil al hombro, Louise Michel con uniforme de infantería y la elegante Dmitrieff con «un hermoso vestido escarlata con pistolas al cinto y un sombrero de terciopelo negro que se inundó de sangre de Frankel en la barricada del Faubourg Antoine…». Todo lo que existe, a fin de cuentas, es ficción.
Notas
(1) Eric J. Hobsbawm: Historia del siglo XX, Buenos Aires, Grijalbo-Mondadori, 1998, 625 pp., p. 180.
(2) Montserrat Álvarez: «El Sabio Monsiváis», El Suplemento Cultural, domingo 28 de junio del 2020.
(3) Carlos Monsiváis: «¿Pero alguna vez hubo once mil machos?», en Escenas de pudor y liviandad, México, Editorial Grijalbo, 1981, pp. 103-117.
(4) Íbid.
(5) Maurice Dommanget en L’École émancipée et l’Ouvrière del 26 de mayo de 1923.