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Nacido el jueves 2 de febrero de 1882, hijo de un país sometido al imperio británico, en el número 41 de Brighton Square West, en el suburbio dublinés de Rathgar, James Joyce tenía 18 años de edad cuando terminó el siglo XIX. En el año de la muerte en el exilio de otro gigante irlandés, Oscar Wilde, en 1900 Joyce pasaba de la adolescencia a la juventud, a la adultez, y empezaba el siglo XX. Su mayoría de edad llega con un tiempo de profundas convulsiones en las artes, la literatura, el pensamiento, las costumbres, la sociedad toda. Su obra será parte de los cambios que marcan el paso de una época a otra y su vida coincidirá con una impresionante serie de hitos históricos que consuman ese paso y lo expresan. En (casi) perfecto desorden, van unos pocos: el asesinato de Lord Cavendish cometido por los miembros de un grupo nacionalista irlandés en el Phoenix Park de su Dublín natal, el fin de la autonomía irlandesa cuando la Cámara de los Comunes echa abajo la Home Rule Bill, las sufragistas con sus pancartas en las calles y sus huelgas de hambre en las cárceles, el atentado de Mary Richardson en la National Gallery contra La Venus del espejo de Diego Velázquez, la creación de la Women’s Social and Political Union por Emmeline Pankhurst, los manifiestos de las vanguardias, la guerra abierta contra la cultura decimonónica librada por Dada en Zúrich, los futuristas en Italia, los surrealistas en París, los expresionistas, los cubistas, la Revolución Rusa, el cine, Eisenstein y su Potemkim, Murnau y Nosferatu, la Revolución Mexicana, Zeppelin y el dirigible, Freud y el psicoanálisis, el asesinato del heredero del imperio austrohúngaro por un joven terrorista serbio, la Gran Guerra con Proust aferrándose al crepúsculo de un mundo que se extingue en su búnker revestido de corcho, la posguerra y los roaring twenties con la aparición del charleston y del siniestro bestseller de Adolf Hitler, Mein Kampf, Schöenberg, Mayakovsky, las flappers, el jazz, Die Brücke, D’Annunzio, Heartfield y el fotomontaje, la Guerra Civil española, Buñuel, Dalí, el exilio republicano, los anarquistas, Breton, Brecht, la melancolía viciosa de la vieja Europa seduciendo a la joven América con la grave voz de Marlene Dietrich, Zweig y su esposa suicidándose en Brasil, abandonando un planeta que ya no comprendían, Emma Goldman arengando a las masas, la publicación del Finnegans Wake y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Einstein y la Teoría de la Relatividad, el tango, Duchamp, Pound, Picasso, el «arte degenerado», Fermi y la fusión del átomo, la Guerra Civil irlandesa, la destrucción de la edición de Dubliners y la partida de Irlanda para no regresar nunca, Stephen Dedalus empezando su errancia en A Portrait of the Artist as a Young Man, París ocupada por los nazis, la coronación de Isabel II, la creación del partido nacionalista Sinn-Féin, and so on, and so on.
En medio de todos estos acontecimientos, el Ulises de James Joyce se sostiene firme como fruto digno de su magnitud y proyecta su sombra sobre gran parte de lo más importante de la literatura posterior hasta hoy, a tal punto que incluso sus detractores, y cuantos se precian de no haberlo leído nunca, lo conocen sin saberlo, indirectamente, por la impronta con que marca los más diversos ámbitos –no solo literarios– de la cultura contemporánea. Publicado en febrero de 1922, hoy le dedicamos, en su centenario, la presente edición del Suplemento Cultural.
«Cinco escritores paraguayos joyceanos», por Crononauta.
«El defensor del Ulises que murió el día de su publicación», por Julián Sorel.
«Un día es cifra de la vida entera: la jornada infinita de Leopold Bloom», por Montserrat Álvarez.