Alí Babá y los cuarenta ladrones

«Es peor que Alí Babá y sus cuarenta ladrones», «Esa es la cueva de Alí Babá»... Cuántas veces hemos escuchado a nuestros políticos recurrir a estas expresiones para desacreditar o acusar de bandidaje a ocasionales adversarios empotrados en alguna oficina pública. ¿Pero es correcta esa comparación?

“Alí Babá y los cuarenta ladrones”, ilustración de Frank Godwin, 1920.
“Alí Babá y los cuarenta ladrones”, ilustración de Frank Godwin, 1920.GENTILEZA

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Si bien la costumbre hace la regla y en nuestro país se tolera a los «Cervantes Mbya» y se lleva al Congreso a quienes «resurgen de la ceniza como el gato Félix», no es justo distorsionar una historia conocida universalmente. Por eso, como «lo cortés no quita lo bailado», hoy vamos a recordar el cuento de «Alí Babá y los cuarenta ladrones», que forma parte de Las mil y una noches.

La historia transcurre en Persia, donde vivían Alí Babá y su familia. Alí se había casado con una muchacha humilde, mientras que su hermano mayor, Cassim, había contraído matrimonio con una mujer rica.

Alí se dedicaba a traer leña del bosque en un asno y venderla para mantener su familia. Un día, cuando estaba cargando leña, vio acercarse desde lejos a un grupo de jinetes. Temeroso de ser descubierto, se escondió entre los arbustos. Los jinetes se detuvieron cerca de él, desmontaron y empezaron a descargar pesadas bolsas. Alí Babá los contó: eran cuarenta, fuertes y bien armados. El que parecía el jefe se adelantó y, tocando una roca dijo: «¡Ábrete, sésamo!». La roca se movió dejando al descubierto una cueva, y cuando entraron todos, se cerró. Poco después salieron, montaron sus caballos, el jefe dijo: «Ciérrate, sésamo», la roca se movió cerrando la cueva y se marcharon.

Cuando los perdió de vista, Alí Babá salió de su escondite y dijo a la roca: «¡Ábrete, sésamo!», la roca se movió, entró y encontró una inmensa sala llena de recipientes con joyas y monedas. Alí Babá tomó lo que podía llevar y, tras decir: «Ciérrate, sésamo», volvió a su casa.

Para guardar el secreto, Alí propuso a su esposa enterrar en su patio lo hurtado a los ladrones, pero ella insistió en pesarlo primero. Fueron a casa de Cassim a pedirle prestada una balanza. Su cuñada sospechó porque Alí Babá era pobre y no tenía nada valioso que pesar, y se vio obligado a contarles a su hermano y cuñada el hallazgo. Su hermano, borracho de avaricia, a la mañana siguiente fue al bosque con varias mulas a traer todas las riquezas que pudiera transportar. Halló la roca, dijo: «Ábrete sésamo», entró y la roca se cerró tras él. Cassim llenó entusiasmado bolsas con plata y oro, pero al querer salir se olvidó de la frase mágica. Ensayó varias: «Ábrete cebada», «Ábrete trigo», «Ábrete haba...», pero la roca permaneció inmóvil.

Entonces llegaron los ladrones. Lo descuartizaron y colgaron sus restos en la entrada. La mujer de Cassim le contó a Alí la desaparición de su marido, Alí fue al bosque y encontró a su hermano muerto y sus restos esparcidos sobre la piedra de entrada.

Juntó los restos en una bolsa, la cargó en su asno y disimuló el bulto con ramas. Una de las esclavas de Cassim, Morgana (Morgiana en algunas ediciones), buscando remedios aquí y allá, se encargó de hacer creer a todos que su amo, Cassim, estaba enfermo. También llevó a un viejo zapatero, con los ojos vendados, a coser los restos de su amo y le pagó con una moneda de oro. Así, el descuartizado Cassim, para todo el vecindario, murió «de muerte natural» y fue velado, llorado y enterrado con todas las formalidades.

Los ladrones, ante la desaparición de los restos del descuartizado y la falta de algo de oro y joyas, dedujeron que alguien más conocía el secreto y uno de ellos, disfrazado de campesino, fue a la ciudad a investigar. Allí se topó con el anciano zapatero, quien le comentó que recientemente había realizado un extraño trabajo: unir los restos de un descuartizado.

El bandido le preguntó quién le había contratado. «Fue una esclava, seguramente a pedido de su amo, pero no sé quién es ni dónde vive, pues me llevó con los ojos vendados», respondió el zapatero. El ladrón, simulando encontrar divertido el asunto, le propuso vendarle los ojos y hacer de memoria el trayecto, prometiéndole una buena recompensa si lograba encontrar la casa. Así lo hicieron, y en un momento dado el anciano se sacó la venda de los ojos y dijo: «Es aquí, estoy seguro». El bandido marcó la puerta de la casa con un pedazo de yeso y volvió a la cueva con la noticia.

Al salir de casa, Morgana encontró la marca, tomó otro pedazo de yeso y marcó todas las puertas que encontraba a su paso. A la noche, los ladrones encontraron señales en todas las puertas y volvieron furiosos a su cueva.

Al día siguiente otro de los ladrones fue a preguntar al zapatero cuál era la casa donde cosió el descuartizado, y la marcó con tinta roja. Morgana encontró la marca y pintó con la misma señal todas las puertas del vecindario. Finalmente, el jefe de los ladrones fue en persona a preguntar y fijar en su memoria la casa indicada por el zapatero, donde ahora vivían Alí Babá y su familia. El jefe dijo a los ladrones: «Yo me encargaré de que entren a la casa sin hacer ruido; permanecerán escondidos y por la noche saldrán, matarán a todos los que viven allí y escaparán sin ser vistos». Consiguió cuarenta odres de cuero, de los que se usaban para transportar aceite, metió en cada odre a uno de sus hombres, los tapó dejándoles un pequeño espacio para respirar y los cargó en mulas.

Entre los odres colocó uno con aceite, por si el dueño de casa le preguntase qué contenían, y por la noche fue a la ciudad y se detuvo ante la casa del finado Cassim. «Traigo este aceite desde muy lejos –le dijo a Alí Baba–, y es demasiado tarde para ir a una posada. ¿Me permitiría pasar la noche aquí?»

Como Alí Baba era hombre de buen corazón, accedió y encargó a Morgana preparar la cena para el huésped. A medianoche, a Morgana, que seguía con sus trabajos, se le apagó la lámpara por falta de aceite y fue a sacar un poco de un odre. El ladrón que estaba en el odre, al escucharla acercarse, creyó que era su jefe y le preguntó en voz baja: «¿Ha llegado el momento, jefe? ¿Salimos ya?»

–Todavía no –susurró Morgana.

La esclava recorrió todos los odres y notó que en cada uno había un ladrón, hasta que llegó al que tenía aceite. Vació el aceite en una gran caldera, lo puso a hervir, arrastró los bultos, los echó en el aceite y frió a todos los ladrones. Más tarde, el jefe fue a sacarlos, pero al echar una ojeada a los odres se percató de que todos estaban muertos, y huyó. Por la mañana, Morgana le contó a Alí Baba lo sucedido, y Alí enterró secretamente los cadáveres.

–Recuerda –le dijo Morgana a su nuevo amo– que el jefe se escapó y debes estar siempre alerta, pues no parará hasta que nos haya matado a todos.

Morgana tenía razón. El jefe de los cuarenta ladrones no tardó en volver disfrazado de mercader, aparentando ser un hombre amable y culto, buscando la oportunidad de matar a todos.

Alí Baba lo invitó a comer. De acuerdo a una antigua costumbre que persas y mahometanos cumplen estrictamente, ni el más salvaje mataría a un hombre con el que comparta sal. Por ello, el jefe de los ladrones le dijo a Alí Baba: «Será un verdadero placer almorzar con usted, amigo mío, pero debo confesarle que tengo un gusto muy curioso. No puedo soportar la sal».

El agudo instinto de Morgana desconfió. Su sospecha se confirmó cuando vio una daga oculta entre sus ropas. Entonces le dijo a Alí Baba: «Anúnciale que una de tus esclavas danzará para él antes de la comida». Morgana apareció con un hermoso traje y comenzó a bailar la danza de la daga. Girando con movimientos llenos de gracia y una daga en sus manos, se acercó a Alí Baba y fingió que lo atacaba, y siguió danzando hasta llegar al jefe de los cuarenta ladrones, pero esta vez no fingió sino que le clavó la daga en el corazón. «¡He aquí al villano!», dijo. Y mostró la daga que el ladrón tenía oculta entre las ropas.

Alí Baba enterró secretamente en el patio los restos del jefe de los ladrones. Hizo de Morgana la esposa de su hijo mayor y, cuando su hijo le dio un nieto, los llevó al bosque, dijo ante la roca: «Ábrete, sésamo» y les dio una gran parte de los tesoros que había en la cueva.

Así termina una historia cuyas variadas situaciones se prestan a un análisis más profundo, pues la moraleja presenta muchas aristas: el pobre Alí Babá es «el ladrón que roba al ladrón» y se hace rico, el rico Cassim termina descuartizado por causa de su codicia, los despiadados ladrones y su jefe son ajusticiados por una esclava fiel... Pero nuestro único propósito aquí ha sido demostrar que la cueva no era de Alí Baba, y que Alí Babá no era el jefe de los cuarenta ladrones.

catalobogado@gmail.com

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