Las otras guerras del Chaco (I)

Hoy se conmemora en Paraguay el Día de la Paz del Chaco con un feriado nacional que nos recuerda que el 12 de junio de 1935, luego de tres años de guerra por el territorio del Chaco, Paraguay y Bolivia firmaron en Buenos Aires el Protocolo de Paz. Pero lo que no solemos recordar es que ese territorio por el que disputaron ambos países estaba ya ocupado por otros grupos humanos, que lo consideraban suyo. Por eso, el antropólogo Marcelo Bogado nos habla en este artículo de las otras guerras del Chaco.

Mapa de los indígenas Chaco, Métraux, p. 198.
Mapa de los indígenas Chaco, Métraux, p. 198.gentileza

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En la Guerra del Chaco, Paraguay y Bolivia disputaron un territorio hasta entonces casi desconocido por los habitantes de ambos países. Territorio, sin embargo, ya ocupado por otros grupos humanos, que lo consideraban legítimamente suyo. A estos nadie les pidió su opinión sobre las pretensiones de ambos bandos y tampoco les reconocieron que, según el uti possidetis de facto o derecho de poseer legítimamente lo que se ocupó (al que apeló Paraguay), el territorio del Chaco les pertenecía por haberlo habitado y recorrido desde hacía siglos. No lo hicieron ni bolivianos ni paraguayos, por no considerar legítima la presencia ni la posesión de esas tierras por los indígenas que aquí habitaban. Eran, según su percepción, una tierra de nadie, calificada de «desierto» o de «infierno verde».

Desde la perspectiva de los indígenas que habitaban las tierras donde se desarrolló el conflicto, llegaron extranjeros a su país a librar entre ellos una guerra cuyos motivos ignoraban.

Varios pueblos poblaban ese vasto territorio antes de estallar la guerra. Los grupos locales chaqueños contaban como espacio vital los lugares donde practicaban sus actividades subsistenciales: lugares de pesca, algarrobales y cazaderos. Cada grupo tenía un fuerte sentido de posesión territorial sobre estos recursos y un derecho de explotación exclusiva. No respetar la porción del río considerada propiedad de un grupo, sus territorios de cacería o las tierras en las que sus miembros se dedicaban a la recolección equivalía a una declaración de guerra. La guerra tradicional de los grupos chaqueños, que se fundamentaba en el principio de defensa territorial, se basaba en el ataque por sorpresa –en forma de emboscada– a los enemigos, buscando hacer la mayor cantidad posible de víctimas, para darse rápidamente a la fuga (1).

Estos territorios tradicionales y sus fronteras, a veces no respetadas por intrépidos y arrojados vecinos, se verían desdibujados por la Guerra del Chaco. Luego de la contienda, las únicas fronteras válidas serán las acordadas por Paraguay y Bolivia en 1938, y el derecho a cazar en tal lugar no lo determinará tal o cual tradición oral, sino los títulos de propiedad otorgados por los Estados de Bolivia y Paraguay.

Debido a las condiciones climáticas chaqueñas, aridez, alta temperatura y falta de lluvias durante una temporada del año, este territorio fue uno de los últimos en ser ocupados por los países que entraron en conflicto. Lo inhóspito del lugar lo hizo poco atractivo para la colonización, y, por tanto, el colonialismo interno aún no había llegado decididamente hasta que estalló la guerra.

Lo cual no implica que los indígenas que aquí habitaban no tuviesen contactos con miembros de los Estados nacionales; sí los tenían. Desde fines del siglo XIX, los habitantes de la zona del Pilcomayo y los grupos guaranihablantes de Bolivia iban frecuentemente a trabajar a los ingenios azucareros del norte de Argentina. Por los mismos años, los puertos tanineros del Alto Paraguay atraían no solo a los indígenas de la zona sino incluso a los enlhet de lo que hoy se denomina Chaco Central. En ese tiempo comenzaron a instalarse colonos y ganaderos.

Si bien ya se encontraba en marcha el frente de colonización en el Gran Chaco a fines del siglo XIX, para esta época Guido Boggiani aún se refería a la región como lejana, habitada por «tribus salvajes», y atribuía a su presencia que estuviera aún poco colonizada: «Numerosas tribus de salvajes habitan en los inmensos bosques del Chaco; y esto mismo, además de las dificultades naturales que este gran desierto verde presenta para la exploración, se encuentran entre las principales causas por las cuales esa vasta región sigue siendo, en su mayor parte, desconocida y refractaria a la civilización» (2).

Este aislamiento fue justamente lo que rompió la Guerra del Chaco, que significó diferentes cosas para cada pueblo indígena que aquí habitaba. Esta guerra no fue una, sino varias guerras. Para cada pueblo representó una guerra distinta. Por dos motivos. Primero, porque la experiencia vivida varió en cada caso por el tipo de relación que establecieron con los ejércitos durante el conflicto. Segundo, por el lugar donde se encontraba cada pueblo en el escenario en el que se desarrolló la guerra.

El involucramiento de los indígenas en la contienda se dio en dos momentos, en los cuales la guerra llegó a donde ellos estaban. El primero, durante la fase exploratoria y en los contactos entre militares e indígenas en los fortines en momentos anteriores a la guerra. El segundo, en la guerra propiamente dicha. Algunos pueblos estuvieron involucrados en ambos momentos.

En cuanto al involucramiento de indígenas como soldados, en el ejército boliviano pelearon indígenas de la zona andina, aimaras y quechuas, acostumbrados a condiciones climáticas diferentes de las del Chaco, a quienes les resultó penoso el escenario de operaciones. Soldados pertenecientes a otros pueblos también pelearon en ambos bandos.

Durante la fase de exploraciones –en la antesala de la guerra, que ya se esperaba– ambos ejércitos se valieron de baqueanos indígenas para explorar el territorio. Bolivia, con las expediciones de Busch y Ayoroa desde Roboré y las de Ustárez, que partieron del fortín Camacho. Paraguay, con las expediciones de Belaieff, que salieron de Bahía Negra.

Estas expediciones realizaron un reconocimiento de las zonas recorridas, buscando lugares aptos para instalar fortines, fuentes de agua, y reconocer el posible recorrido de futuros caminos, además de emplazamientos aptos para la colonización. En estas expediciones y en otros momentos de la guerra los bolivianos se valieron de baqueanos nivaclés, enlhet, tapietés, isoseños, chiriguanos y posiblemente ayoreos. Mientras que los paraguayos usaron los servicios de baqueanos ishir, makás, guanás, enlhet, angaités y enxet. El establecimiento de contactos con los baqueanos permitía a ambos ejércitos no solo explorar el territorio sino además establecer alianzas con grupos locales, que podrían ser aliados en algún momento de la guerra.

Las expediciones de Ayoroa tuvieron lugar entre 1927 y 1932, hasta el momento de estallar la guerra. En las mismas estuvo en territorio de los tapietés y de los ayoreos, llegando hasta el río Pilcomayo hacia el sur, y, hacia el norte, hasta el lugar donde fundó el fortín Ingavi, pasando por el río Timanes y Cerro León, ubicados en territorio ayoreo.

La expedición de Germán Busch buscó en 1931 el lugar donde se hallaba la misión jesuita de San Ignacio de Zamucos. Lo cual era de vital importancia para Bolivia, pues mostraría un emplazamiento que históricamente había sido ocupado desde Bolivia. Busch creyó encontrar la mítica misión hacia Palmar de las Islas. Los hombres de esta expedición se cruzaron con aldeas ayoreas y tuvieron algunos enfrentamientos (3).

La instalación de los fortines bolivianos a comienzos del siglo XX en la zona del Pilcomayo ocasionó un impacto en los ayoreos, quienes se encontraban bastante más al norte. Sin embargo, la presencia militar boliviana provocó un repliegue de varios grupos indígenas de la zona hacia el norte, creando conflictos territoriales entre los recién llegados y los grupos locales ayoreos.

Los fortines bolivianos instalados en territorio de los ayoreos ocasionaron guerras internas entre ellos. La ocupación militar de la zona forzó una reconfiguración de las fronteras entre los grupos locales. Esta situación fortaleció al grupo de los guidaigosode, dando lugar a que los grupos del norte (menos numerosos, y por tanto con menos poder militar) buscasen su salida del monte, por temor a ser exterminados por los enemigos de su pueblo (4).

Salvo los pocos baqueanos ayoreos que al parecer guiaron a Ayoroa en su expedición (que no se sabe con certeza si eran ayoreos, porque solo se menciona que eran indígenas de la zona, aunque muy probablemente lo eran) y las escaramuzas que tuvieron los hombres de Busch con algunos ayoreos, durante la guerra este grupo no tuvo otro contacto directo con los combatientes de Paraguay ni Bolivia. Un halo de misterio rodeaba a los temibles ayoreos. Corría el rumor, tanto entre los soldados paraguayos como entre los bolivianos, de que comían carne humana, lo cual sumaba a los combatientes un miedo más a los que ya tenían por enfrentarse a la muerte cotidianamente.

La Guerra del Chaco significó la ocupación militar para los ayoreos y con esto la retirada de sus aldeas a tierras más alejadas y seguras. Al culminar la guerra, en la década de 1940 comienza un avance más decidido de la sociedad envolvente sobre sus territorios. Este avance colonizador propició los contactos «voluntarios», mediante los cuales la mayoría de los grupos ayoreos decidieron salir del monte y vivir entre los blancos, al ver ya imposible la reproducción de sus formas de vida.

Con esto se cumplirían las visiones de sus chamanes, que vivieron en el monte y presagiaron en ellas el tiempo en el cual los ayoreos vivirían entre los blancos o cojñone (los insensatos), vivirían como estos y ya no se reconocerían en sus tradiciones, un tiempo en el que se daría la muerte masiva de los ayoreos, enfermos de extrañas dolencias como consecuencia de la convivencia con los blancos; visiones transmitidas a través de los cantos que hasta hoy se cantan. Estos hechos, profetizados hace generaciones y transmitidos hasta nuestros días, ya se cumplieron.

Los bolivianos instalaron la mayoría de sus fortines a comienzos del siglo XX en la zona del Pilcomayo, en la vecindad de aldeas nivaclés, una de las zonas más densamente pobladas en la época. Los nivaclés ya habían sido expulsados años antes por los argentinos de la zona comprendida entre los ríos Bermejo y Pilcomayo. Al establecerse los militares bolivianos en sus fortines, tuvieron por momentos relaciones hostiles con los nivaclés –llegando a darse masacres; incluso una aldea fue exterminada con un bombardeo aéreo– y en otros buenas relaciones, siendo usados como baqueanos e incluso apoyando con las armas al ejército boliviano.

Al llegar los bolivianos al territorio de los nivaclés e instalar sus fortines, fueron llamados tucús (hormigas) por ellos. Según una versión, porque los veían moverse a lo lejos uniformados y en fila y parecían hormigas. Los nivaclés en ese entonces se encontraban aún en guerras con los pueblos vecinos de la zona, como los wichís y los pilagás. Era costumbre de los guerreros conservar los cueros cabelludos de sus enemigos muertos como trofeos de guerra.

En este contexto se dio el encuentro entre el legendario caanvacle (jefe de guerra) Tofaai y el misionero oblato Enrique Breuer, en el cual el sacerdote pidió su consentimiento al primero para instalar su misión, a lo cual este accedió. La gente que observaba esto quedó sorprendida de que el jefe guerrero no solo recibiera a un blanco sino que además le dejara con vida, por ser proverbial su animadversión a que los blancos ingresaran a sus tierras. «Cuando su gente le preguntó por qué había dejado con vida al P. Enrique Breuer, que se había animado a visitarlo personalmente, les dijo: «Quizás ellos sean nuestra salvación». Y en todos los relatos de los nivaclés sigue infaliblemente: «… y nos han salvado» (5).

Cuando en 1934 los paraguayos tomaron los fortines del Pilcomayo y se instalaron entre los nivaclés, según el testimonio de 1968 de Ta’nuuj, quien rememora este hecho, la relación con estos se había dado de la siguiente manera: «Los bolivianos mataron a muchos de los nuestros. Muchos fueron los muertos. Después, los paraguayos. Pero, a ellos, más les interesaban las mujeres. Esas pobres mujeres tenían que acostarse con ellos porque, de otra manera, lo mismo las forzaban y, además, maltrataban a todos sus parientes. De allí que les llaman palavai nuu, paraguayo perro, porque como los perros, apenas ven a la hembra ya les suben encima. Nosotros no podemos. Para hacer eso tenemos que tener una larga relación de amistad» (6).

Al terminar la Guerra del Chaco y establecerse el territorio habitado en ese momento por los nivaclés como territorio paraguayo, los militares los desarmaron, lo que fue parcialmente cumplido, con la esperanza de que se respetara su territorio. Esta esperanza en las décadas posteriores no fue cumplida. En pocos años, el territorio nivaclé fue invadido por ganaderos paraguayos como producto de la venta de tierras fiscales. Los nivaclés fueron despojados de gran parte de sus tierras, recuperando luego de esto solamente una mínima parte de las tierras donde antiguamente vivían.

En un testimonio de 1968, Ta’nuuj de Fischat expresó lo que representó la venida de los estancieros para los nivaclés. «Y después de la guerra vinieron los estancieros, los patrones, y cada uno de ellos dijo que era dueño de la tierra que siempre fue de nuestros ascendientes. Entonces quedamos ya atados para siempre aquí. No podemos movernos. Si el patrón no quiere, no se puede entrar a cazar en la que dice que es su tierra. Y si alguno se anima a entrar, corre el peligro de recibir un balazo» (7).

Para los wichís y los pilagás que habitaban en la zona del Pilcomayo, la Guerra del Chaco significó el fin de su presencia en la margen izquierda del río. Los wichís, que habitaban al norte del Pilcomayo, cruzaron el río y dejaron para siempre el territorio que pasaría a ser paraguayo. Los pilagás, que habitaban ambas márgenes del río, hicieron lo mismo. A las aldeas pilagás llegaron desertores bolivianos. Algunos fueron recibidos y llegaron a vivir entre ellos, instalándose años después en las inmediaciones. Otros no fueron aceptados y fueron muertos (8).

Los enlhet, que habían visto llegar pocos años antes a los menonitas a su territorio, se encontraron de repente en el campo de operaciones de la guerra, instalándose el principal fortín paraguayo de Isla Po’i en medio de su territorio. Años antes de la guerra habían conocido a los primeros exploradores paraguayos que llegaron en compañía de un enlhet que hablaba guaraní y servía de intérprete.

Una vez instalados los fortines paraguayos en el país de los enlhet, inicialmente el ejército paraguayo reclutó a hombres enlhet para aprovechar sus conocimientos de la naturaleza local y del territorio y forzarlos a construir caminos y excavar trincheras. En un primer momento hubo un acercamiento de los enlhet a estos fortines paraguayos (y al sur, a los fortines bolivianos; para los bolivianos, el «cabo Juan», que fue guía y auxiliar del ejército, fue considerado un héroe nacional), alejándose luego por la violencia que aquí encontraron. Los soldados paraguayos eran extremadamente violentos. Los asesinatos, la violación de mujeres y el robo cometidos por estos eran frecuentes (9).

Ante la violencia ejercida por los soldados paraguayos, los enlhet usaron la magia para defenderse: «Los ancianos sabían hacer que el arma de fuego no detonara; que los soldados perdieran inesperadamente su furia, que comenzaran incluso a temblar de miedo. Los ancianos hacían caer aviones; hasta hacían que hombres que intentaban violar a mujeres no pudieran cumplir con sus deseos, porque de repente los dejaban impotentes» (10).

La violencia de los soldados paraguayos llevó a los enlhet a huir al monte, donde vivían en constante temor de ser encontrados.

Al terminar la guerra, los enlhet dejaron sus escondites y comenzaron las grandes epidemias que costaron la vida a muchos. En este contexto se dio un afianzamiento de la presencia menonita en el territorio enlhet. Los enlhet se adaptaron a un nuevo tipo de vida y de economía, trabajando en relación de dependencia para los colonos (11). Una pequeña parte de lo que fue su antiguo territorio perdido lo recuperarían años más tarde.

A fines del siglo XIX, Boggiani presenta un retrato de los ishir –que mantenían una vida aún nómada– como un pueblo primitivo, desplazándose en delgados senderos en las selvas del Alto Paraguay, con un gran sentido de la ubicación, capaces de escuchar entre las hojas de palma la presencia de un campamento humano situado a varios kilómetros y marcando con hojas los senderos por donde deberán seguir los compañeros de expedición en la selva. En esos años los ishir tenían contactos con los brasileños de Mato Grosso (a donde iban a conseguir yerba mate y sal) y comenzaban a trabajar para los emprendimientos tanineros de la zona.

En las expediciones que Belaieff emprendió al Alto Paraguay desde 1924 se valió de baqueanos ishir, tanto tomarahos como ybytosos, y con su guía encontró en 1931 la laguna Pitiantuta, escenario de la batalla que daría inicio a la Guerra del Chaco.

En la tradición oral ishir se encuentra la transmisión de lo que fueron las últimas palabras del cacique tomaraho Chicharrón, quien explicó a los presentes la participación de su pueblo en la Guerra del Chaco en Pitiantuta y el trato dado por los paraguayos en agradecimiento a los favores recibidos, lo cual fue registrado por Guillermo Sequera en 1986 del informante Opyrse. «Cuando nosotros tuvimos aquella reunión nos dijo el cacique Chicharrón: nuestra tierra era Pitiantuta (Petintouta), pero ahora la perdimos porque pasó a ser tomada por los paraguayos; aunque yo soy combatiente, no se me dio ningún terreno para mi pueblo. Porque somos indígenas, nuestro abuelo no consiguió nada. Si nosotros no les ayudábamos en la guerra, a lo mejor los paraguayos perdían la guerra; nosotros somos baqueanos, les ayudamos. Chicharrón capturó varios bolivianos. Nosotros conocíamos el terreno y les ayudamos. Algún día sabrán que mediante nosotros ganaron» (12).

Durante la guerra, los ishir fueron empleados por el ejército paraguayo para abrir caminos e instalar postes telegráficos. A algunos ishir que pelearon con el ejército paraguayo les dieron el rango militar de capitán o de teniente (13).

Las mujeres ishir ayudaron al ejército paraguayo con tareas auxiliares, como el transporte de agua. La magia de los chamanes fue de suma ayuda para los paraguayos, según testimonios ishir. «Aparte de sus dotes como baqueano y rastreador, Chuébich o Pinturas –quien portaba en su equipaje sus implementos mágicos, que a lo largo de la guerra usó en múltiples curas–, ganó su grado de capitán honorario de reserva gracias a su experiencia onírica del canto profético de un espíritu sapo. Las revelaciones recibidas durante su transcurso, le permitieron enseguida el descubrimiento de una aguada desconocida; pudiendo salvar así a 400 paraguayos próximos a perecer de sed» (14).

La Guerra del Chaco implicó un importante impacto en los ishir debido a la prostitución de sus mujeres durante el conflicto. «Durante los prolegómenos de la Guerra del Chaco y en su desarrollo, la tropa paraguaya utilizó sexualmente, a la fuerza, a sus mujeres y las prostituyó, provocando una verdadera epidemia de enfermedades venéreas» (15).

Según el testimonio del ybytoso Wölkö, el inicio de la prostitución entre las mujeres ishir en tiempos de la Guerra del Chaco trajo como consecuencia que las mujeres solteras pretendieran cobrar a los hombres ishir por tener sexo, habiendo adquirido esta costumbre en los años de la guerra, cuando los soldados pagaban por tener relaciones con las mujeres (16).

La contienda también sirvió para incorporar en las comunidades ishir a soldados desertores bolivianos y paraguayos, que vivieron entre ellos, formaron familia y tuvieron descendencia. Asimismo, la Guerra del Chaco trajo consigo epidemias que diezmaron a la población ishir.

Si bien en el Alto Paraguay no se desarrolló mayormente la guerra –con excepción de la toma por los bolivianos del fortín paraguayo en Pitiantuta y su posterior retoma–, el fin de la guerra significó para los ishir que aquí habitaban la ocupación efectiva de su territorio. El territorio hasta ese momento libre de colonización fue ocupado y los distintos grupos se vieron presionados a instalarse en estancias y misiones. Hacia 1950, la mayor parte de los ishir había dejado las tierras interiores del Chaco para instalarse en los obrajes tanineros, en los pequeños puertos-pueblos que aparecieron o en las misiones (17).

Notas

(1) Susnik, B. (1982). Los aborígenes del Paraguay. IV. Cultura material. Asunción, Museo Etnográfico Andrés Barbero, pp. 21-23.

(2) Boggiani, G. (1894). I Ciamacoco. Presso la Società Romana per l’Antropologia, p. 11.

(3) Combes, I. (2010). «El coronel Ayoroa y los indios del lugar». En: Capdevila et al., Los hombres transparentes. Indígenas y militares en la Guerra del Chaco (1932-1935), Instituto de Misionología, pp. 34-54.

(4) Ibid., pp. 58-68.

(5) Fritz, M. (2008). «Indígenas y la Guerra del Chaco: El impacto de lo indecible». En: Richard, N. (ed.) Mala guerra. Los indígenas en la Guerra del Chaco (1932-35), Asunción, Servilibro / Museo del Barro / Colibris, p. 153.

(6) Chase-Sardi, M. (2003). ¡Palavai Nuu!, Tomo 1, Asunción, Ceaduc, p.118.

(7) Ibid.

(8) Braunstein, J., y Córdoba, L. (2008). «Cañonazos en “La Banda”: la Guerra del Chaco y los indígenas del Pilcomayo medio». En: Richard, N. (ed.) Mala guerra. Los indígenas en la Guerra del Chaco (1932-35), pp. 125-135.

(9) Unruh, E., y Kalisch, H. (2008). «Salvación - ¿rendición? Los enlhet y la Guerra del Chaco». En: Richard, N. (ed.) Mala guerra, pp. 103-105.

(10) Ibid., p. 105.

(11) Ibid., pp. 106-113.

(12) Sequera, G. (2006). Tomárâho. La resistencia anticipada. Tomo 1. Asunción, Ceaduc, pp. 92-93.

(13) Cordeu, E. (2008). «La memoria ishir (chamacoco) de la Guerra del Chaco». En: Mala guerra, p. 262.

(14) Ibid., p. 264.

(15) Chase Sardi, M. y Susnik, B. (1995). Los indios del Paraguay. Madrid, Mapfre, p. 256.

(16) Cordeu, E. (1999). Los relatos de Wölkö. Buenos Aires, Ciudad argentina, pp. 350-351

(17) Capdevila et al. (2008). «Los indígenas en la Guerra del Chaco. Historia de una ausencia y antropología de un olvido». En: Mala guerra, p. 56.

*La segunda parte de este trabajo, «Las otras guerras del Chaco (II)», del antropólogo Marcelo Bogado, se encuentra publicada en la edición impresa de El Suplemento Cultural del domingo 19 de junio de 2022, y disponible, igualmente, en nuestra edición digital.

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