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La noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 simboliza para el mundo entero el principio del fin de la Guerra Fría y el surgimiento de un nuevo orden mundial, unipolar, donde la democracia representativa parecía el único modelo político sobreviviente. Esto último fue lo que afirmó por aquellos años el politólogo estadounidense Francis Fukuyama en su ensayo El fin de la historia y el último hombre (1992). Eran épocas optimistas y la democracia parecía no tener competencia.
La Alemania representada por los cuatro sectores correspondientes a los ejércitos victoriosos de la Segunda Guerra Mundial se había resuelto en una división en dos sectores denominados Oriental y Occidental. Ambos se constituyeron en republicas en 1949 con las denominaciones de Republica Federal (RFA), que incluía los tres sectores occidentales presididos por Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, y Republica Democrática (RDA), que se estructuró en base al modelo soviético en la parte oriental.
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La Guerra Fría se inició durante el gobierno del presidente estadounidense Harry Truman, cuando el espionaje soviético fue capaz de obtener la formula de la bomba atómica utilizada en Hiroshima y Nagasaki, rompiendo el monopolio occidental.
La competencia entre Moscú y las capitales occidentales, aparte de militar, paso a ser económica, ideológica y cultural.
En varios momentos pareció inminente la tercera guerra mundial. Pero el comportamiento de los lideres limitó las guerras de Corea (1950-1953) y Vietnam (1954-1975) a batallas estrictamente regionales. El punto más crítico fue el plan soviético de colocar misiles nucleares en la Isla de Cuba, a 90 millas de la costa norteamericana. El presidente de Estados Unidos, John Kennedy, y el premier soviético, Nikita Kruschev, evitaron la escalada del conflicto y acordaron que la URSS retiraría sus misiles de Cuba y que Estados Unidos haría otro tanto en Turquía.
Poco antes de ese enfrentamiento, la RDA comenzó a darse cuenta de la pérdida de población que sufría (especialmente de altos perfiles), y la noche del 12 de agosto de 1961 decidió levantar un muro provisional y cerrar 69 puntos de control, dejando abiertos sólo 12.
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A la mañana siguiente, había una alambrada de 155 kilómetros que partía Berlín en dos. Las rutas de los medios de transporte estaban interrumpidas y nadie podía cruzar de una parte a otra.
El Muro de Berlín acabó por convertirse en una pared de hormigón de entre 3,5 y 4 metros de altura, con un interior formado por cables de acero para aumentar su resistencia. En la parte superior colocaron una superficie semiesférica para que nadie pudiera aferrarse a ella.
Acompañando al muro, se creó la llamada «franja de la muerte», formada por un foso, una alambrada, una carretera por la que circulaban constantemente vehículos militares, sistemas de alarma, armas automáticas, torres de vigilancia y patrullas acompañadas por perros las 24 horas del día.
Tratar de escapar era como jugar a la ruleta rusa con el depósito lleno de balas. Aun así, fueron muchos los que lo intentaron.
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Por esos años, a los ojos de muchos parecía que el sistema occidental estaba demostrando una clara superioridad económica y tecnológica al tiempo que preconizaba la libertad individual. En un discurso frente a la Alcaldía de Berlín Occidental, el presidente estadounidense J. F. Kennedy lo expresó así: «La democracia no será perfecta, pero hasta ahora no hemos tenido que construir muros para evitar que nuestra gente se vaya si así lo desea».
La tragedia de la Segunda Guerra Mundial había llevado al mundo a volver a probar un sistema multilateral en vez de la fracasada Sociedad de las Naciones. Así se creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1945, en una reunión en San Francisco. Para evitar los errores de la anterior Liga, los ejércitos victoriosos procedieron a tener la posibilidad del veto en el Consejo de Seguridad, encargado de velar por la Paz.
El sistema fue capaz de evitar otra guerra, y si bien el poder de veto de los «cinco grandes» –Estados Unidos, la Unión Soviética, el Reino Unido y China– recibía criticas, su modificación era difícil precisamente por ese mismo poder de veto. Los países occidentales decidieron crear una fuerza militar conjunta llamada Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Pronto fueron emulados por el lado soviético con el Pacto de Varsovia, firmado por los países satélites de la Unión Soviética.
El comunismo soviético llegó a crear zozobra en países europeos, donde se temía que llegara al poder por medios democráticos. En Estados Unidos se desató una verdadera «caza de brujas», conocida como macartismo, por el senador de Wisconsin Joseph Mc Carthy, que la inició. En ese clima, cualquier acusación de comunismo, incluso si señalaba a miembros del ejército, permitía dejar de lado la presunción de inocencia y obligar a los acusados a demostrar su propia falta de culpabilidad.
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El enfrentamiento de ambos sistemas en la Guerra Fría condujo también a una carrera espacial en cuya primera década la Unión Soviética llevo la delantera, hasta que Estados Unidos puso un hombre en la luna el 20 de julio de 1969. A partir de entonces, la superioridad tecnológica fue reconocida a Occidente.
En la Unión Soviética, que basaba su sistema en la represión y el dirigismo económico, fueron famosos los planes quinquenales ideados para impulsar la agricultura y eliminar la hambruna en las zonas más desfavorecidas. Los programas nucleares y espaciales permitieron a la URSS ser un digno rival frente a otras superpotencias. Su lado oscuro y paranoico le llevó a realizar purgas entre los miembros del partido y deportaciones masivas a Siberia de enemigos del régimen. Entre las verjas de los gulags, campos de concentración y trabajo forzoso, murieron miles de personas.
En la década de 1980, la dirigencia soviética se puso a la defensiva, pues los modernos medios de comunicación hacían cada vez más difícil disimular los abusos represivos. En un intento de cambio desde adentro, el presidente soviético Mijaíl Gorbachov introdujo las políticas de la perestroika («apertura») y el glasnost («transparencia»). Fue en ese contexto de acercamiento a Occidente para negociar acuerdos que el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, pronunció la frase: «Sr. Gorbachov, derribe ese muro».
Ante la apertura, los países satélites facilitaron los viajes a Occidente, especialmente a través de Checoslovaquia, para sus ciudadanos, y muchos eligieron viajar en masa a Austria y Alemania Occidental, abandonando en el proceso el automóvil que tanto les había costado obtener. Al mismo tiempo, un poderoso adversario del sistema comunista fungía de Sumo Pontífice en el Vaticano: Juan Pablo II, que visitó su natal Polonia y movilizó a todo el catolicismo de su país, dando especial proyección al líder metalúrgico Lech Walesa y su organización, Solidarnosc.
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Ese mismo año de 1989 se festejaban a ambos lados del muro el cuadragésimo aniversario de su constitución republicana. El contraste no podía ser más elocuente, y la resistencia al régimen de Berlín Oriental fue creciendo en las Iglesias protestantes, que ganaron protagonismo, desafiando el principio de que la religión es el «opio del pueblo».
El sistema comunista estaba agrietándose velozmente. En agosto de 1989, el arzobispo de Colonia, Alemania, ofrecía una misa en honor a Lech Walesa, y el embajador norteamericano, general Vernon Walters, afirmaba que no era imposible la futura unificación de Alemania. Dos meses más tarde, caía el Muro de Berlín entre los sones del Himno de la Alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven. En la euforia, familias y amigos volvían a verse después de 28 años de separación forzosa.
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Dos años después, a consecuencia del movimiento del 9 de noviembre, sucumbía la Unión Soviética, bajo el liderazgo de Boris Yeltsin.
La Alemania unificada mantuvo el nombre de Republica Federal. Y la secretaria del último gobernante de Berlín Oriental, Ángela Merkel, se convertiría luego en la líder de la Alemania del siglo XXI.
*Beatriz González de Bosio es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción y licenciada en Historia por la Universidad Nacional de Asunción, miembro del Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica (Ceaduc), vicepresidenta de la Academia Paraguaya de Historia y presidenta del Centro Unesco Asunción. Ha publicado, entre otros libros, Periodismo escrito paraguayo, 1845-2001: de la afición a la profesión (Intercontinental, 2001), El Paraguay durante los Gobiernos de Francia y los López (en coautoría con Nidia Areces, ABC Color/ El Lector, 2010), En busca de la ciudad escondida. Asunción en 1811 (en coautoría con Juan José Bosio, Mabel Causarano y Antonio Spiridinoff, Secretaria Nacional de Cultura, 2012).