Ante una república maldita, la enseñanza de Montesquieu

«Al cumplir 214 años como república independiente, deberíamos preguntarnos si la corrupción en Paraguay es una patología o más bien un sistema, una forma organizada y funcional de gobierno que sostiene una clase dirigente divorciada del pueblo. ¿Hay Estado? Sí, pero no para servir a la ciudadanía, sino para perpetuar un esquema de control y dominación».

Montesquieu según Jacques-Antoine Dassier.
Montesquieu según Jacques-Antoine Dassier.

Entre los factores de la quiebra de los Estados se suele señalar la corrupción, que obstaculiza el funcionamiento del sistema democrático al punto de hacerlo ineficiente.

Paraguay cumplió esta semana 214 años de cambiar una forma de gobierno por otra. Esto, sin emitir juicios de valor que apunten a idealizar el pasado, nos obliga a pensar si la democracia que celebramos hoy responde realmente al ideal que inspiró a nuestros próceres, o si ha sido reducida a una estúpida formalidad incapaz de garantizar justicia, transparencia y bienestar colectivo.

Los resultados que arroja la corrupción son tan obvios que no es necesario entretenernos demasiado en ellos; basta tomar algunos hechos del actual gobierno para, escarbando, llegar a la raíz.

Retrato de José Gaspar Rodríguez de Francia editado en forma de tarjeta postal en 1911.
Retrato de José Gaspar Rodríguez de Francia editado en forma de tarjeta postal en 1911.

Paraguay es uno de los pocos países de la región que ha ensayado distintas formas de gobierno republicano desde que se declaró independiente del yugo español. Desde un triunvirato encabezado por el mismo Bernardo de Velazco como capataz de la corona, junto a Zeballos y Francia, pasando por una junta de gobierno con participación militar, eclesiástica y civil, un consulado y una dictadura, hasta finalmente un régimen presidencialista tras la muerte de quién fuera el Supremo Dictador. Este último modelo, más allá de lo positivo que le atribuyen, buscaba poner en ejercicio una prolongación hereditaria. Me refiero al gobierno de Carlos Antonio López.

Pero hay algo que Paraguay también ensaya, y es una práctica que comparte con los grandes defensores de la república –hablo de los romanos–: la concentración de poder como estrategia de conservación del orden, disfrazada de legalidad. Este modelo, repetido en varios momentos de nuestra historia como república, no es exclusivo de ella. Montesquieu, en su libro Grandeza y decadencia de los romanos, manifestaba que una república comienza a perder su esencia cuando los ciudadanos dejan de lado la virtud pública, es decir, el amor a las leyes y a la patria, permitiendo que la ambición, los lujos y la impunidad contaminen las instituciones.

Para el teórico francés, la virtud, principio fundamental de toda república, no parte de una moral abstracta, sino de una aptitud real de los ciudadanos de anteponer el bien común a los intereses personales. Cuando esa virtud se corrompe, el sistema entra en crisis, y se desarrolla una corrosión lenta al interior de la república. El declive de Roma no fue resultado solamente de fuerzas externas, sino también del abandono de un proyecto republicano auténtico de parte de sus ciudadanos, sumado al uso en beneficio propio del poder por parte de sus líderes, debilitando el equilibrio de poderes.

"Montesquieu, en su libro Grandeza y decadencia de los romanos..."
"Montesquieu, en su libro Grandeza y decadencia de los romanos..."

Ahora, ¿no es eso lo que vemos hoy? Un país que ha puesto en marcha diferentes formas de gobierno y que, más allá del disfraz institucional, no ha hecho otra cosa que conservar prácticas clientelares y autoritarias. Como sucedió en Roma, el problema no solo está en las leyes, sino en el alma de quienes las aplican. La corrupción no es un simple delito de carácter administrativo, sino la manifestación de una cultura política que traiciona los principios republicanos.

En Paraguay, la independencia se recita, se festeja en fechas como el 14 y 15 de mayo, y se adorna con discursos estériles. El clásico relato institucional que todos conocemos sirve para encubrir prácticas contrarias al espíritu republicano.

Pero Montesquieu no dejaba de advertir que, cuando el poder se vuelve personalista –en ausencia de control por parte del pueblo–, se transforma en un peligro para la libertad. Ante esto, trae a colación una figura que conoce como ningún otro el arte del ejercicio del poder personalista: el caudillo. Una figura política que, en el caso paraguayo, caló hondo desde sus orígenes y fue protagonista en muchas ocasiones de la historia política nacional, generando encanto en algunas personas y desencanto en otras.

La espada de Fulgencio Yegros devuelta al Paraguay por Onganía se conserva en la Casa de la Independencia.
La espada de Fulgencio Yegros devuelta al Paraguay por Onganía se conserva en la Casa de la Independencia.

Hoy la república exige recordar algo que la mayoría –para no decir todos– parece haber olvidado: que el ejercicio del poder tiene que tener limitaciones y que estas limitaciones no deberían estar supeditadas a la voluntad del gobierno de turno –o, en el caso paraguayo, a la voluntad del Partido Colorado, con sus aproximadamente 70 años en el poder–, sino al funcionamiento de un sistema institucional transparente y con una ciudadanía presente como contralora en el ejercicio del poder.

Al conmemorar los 214 años que llevamos como república independiente, es necesario preguntarnos si la corrupción en Paraguay es una patología o, más bien, un sistema; es decir, una forma organizada y funcional de gobierno, donde el intercambio de favores, la impunidad judicial y el control de recursos públicos sostienen una clase dirigente divorciada del pueblo. ¿Hay Estado? Sí, pero no en servicio a la ciudadanía, sino para perpetuar un esquema de control y dominación.

La enseñanza de Montesquieu en estos tiempos –y debería ser la práctica de cada mayo, si es posible– sigue siendo de las más indispensables y actuales: la vitalidad de las repúblicas no se mide necesariamente por su poderío militar ni por sus cifras macroeconómicas, sino por la integridad de sus instituciones y la virtud de sus ciudadanos. Si la decadencia de una república puede medirse por la frecuencia con la que su pueblo se ve obligado a salir a las calles ante una crisis económica, también se la puede medir por la normalización de los privilegios y la claudicación moral de quienes deberían dar ejemplo.

José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco (Asunción, 1766-1840), también conocido como «el Doctor Francia».
José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco (Asunción, 1766-1840), también conocido como «el Doctor Francia».

*Mario Larroza es licenciado en Ciencias Políticas por la Escuela de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Nacional de Asunción (UNA), coordinador de Divulgación Académica de la Universidad Americana, coordinador de Divulgación Periodística del blog Dato Mata Relato, militante del Partido Revolucionario Febrerista (PRF) y activista social en la comisión vecinal 15 de mayo de la ciudad de Fernando de la Mora.

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