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Suele ello ocurrir a cientos o a miles de kilómetros de nuestras fronteras, en uno de esos lugares privilegiados en los que, como Londres, París o Nueva York, la concentración de capitales privados puede llegar a ser tan sorprendente como escandalosa. Pagar dos, tres y hasta cien o más millones de dólares por un cuadro, una escultura o un objeto arqueológico irrepetible y de gran belleza es actualmente tan usual como contratar los servicios de un futbolista por una cifra millonaria, elevar a los altares de la fama a quienes pasean sus huesos por las pasarelas de la moda o convertir a un pésimo actor de Hollywood en un funcionario dedicado a tiempo completo a firmar sentencias de muerte sin mover un músculo de la cara. Estos fenómenos y algunos otros no menos sorprendentes se producen en forma simultánea y continua sin que, al parecer, exista relación alguna entre ellos. Pero la hay.
Son fenómenos inconcebibles fuera del mercado y escapan a toda lógica. El más elemental sentido común nos dice que un futbolista, por muy bueno que sea, no puede, ni debe, ser considerado más valioso para la sociedad en la que vive que un científico, un filósofo, un técnico, un maestro o cualquier persona que con su esfuerzo y sus conocimientos nos ayuda a ser mejores o más felices. También nos dice que la delgadez extrema en un mundo de abundancia puede convertir a alguien en un monstruo en el sentido de "ser fantástico que causa espanto", pero no precisamente en un paradigma de conducta. ¿Y qué decir de los malos actores de Hollywood sin otro mérito que su notable musculatura que han sido democráticamente encumbrados a posiciones de poder desde las que toman decisiones sobre la vida de otros hombres? Y, finalmente, ¿puede un cuadro, por más bello que sea, alcanzar un valor en metálico miles de veces superior a otro que puede tener o no méritos artísticos semejantes? ¿Qué criterios conducen a quienes hacen posible que esto suceda a fijar el precio de una obra de arte? ¿Cómo se calcula? Al parecer, el sinsentido de todo ello procede de la lógica del beneficio, la única a la que el mercado responde.
Que ello ocurra con la moda, el fútbol y, en menor grado, con la política tiene algún sentido, puesto que la moda, el fútbol y también la política se rigen, cada vez más, por la implacable ley del beneficio y la utilidad privada, considerada esta última en términos contables. En el caso de la política, la utilidad privada es un contrasentido, pero vivimos en tiempos de grandes paradojas en los que levantamos las banderas de la ciudadanía y sometemos a esta y a los individuos, en nombre de su libertad, a los ajenos intereses de las grandes corporaciones, que son los que realmente cuentan en política. Que el arte -no necesariamente los artistas-, que en sí y por sí, ha pretendido desde siempre mantenerse limpio de ambiciones que fueran más allá o más acá de su propia búsqueda en el campo de la expresión y de la belleza, se vea hoy tan sometido a la férula del mercado como el fútbol, la moda o la política es aún más triste. Se llega a dar la paradoja de que las obras de algunos genios que apenas malvivieron de su trabajo en el pasado alcancen cifras en el mercado que habrían permitido a estos mismos genios vivir con una mayor dignidad cuando estaban produciendo las maravillosas obras que hoy tanto valoramos.
Lo que aquí decimos sobre el valor monetario de la obra de arte tiene muy poco que ver con nuestra realidad. Aquí el arte se valora menos o, sencillamente no se valora, tal vez porque el mercado artístico local no ha alcanzado el desarrollo que tiene en los grandes centros de Europa y Estados Unidos. Aquí lo que se echa de menos es precisamente lo contrario, pues en nuestro país, salvando las distancias, el fútbol y la moda de las pasarelas ya se cotizan, pero el arte ni siquiera goza del vano prestigio que la fama proporciona. Pero todo se dará. Llegará el momento en que el arte sea un valor de mercado con independencia de otras consideraciones. Entonces habremos ingresado a la plena modernidad y, tal vez, no sepamos si reír o llorar ante semejante acontecimiento.
Son fenómenos inconcebibles fuera del mercado y escapan a toda lógica. El más elemental sentido común nos dice que un futbolista, por muy bueno que sea, no puede, ni debe, ser considerado más valioso para la sociedad en la que vive que un científico, un filósofo, un técnico, un maestro o cualquier persona que con su esfuerzo y sus conocimientos nos ayuda a ser mejores o más felices. También nos dice que la delgadez extrema en un mundo de abundancia puede convertir a alguien en un monstruo en el sentido de "ser fantástico que causa espanto", pero no precisamente en un paradigma de conducta. ¿Y qué decir de los malos actores de Hollywood sin otro mérito que su notable musculatura que han sido democráticamente encumbrados a posiciones de poder desde las que toman decisiones sobre la vida de otros hombres? Y, finalmente, ¿puede un cuadro, por más bello que sea, alcanzar un valor en metálico miles de veces superior a otro que puede tener o no méritos artísticos semejantes? ¿Qué criterios conducen a quienes hacen posible que esto suceda a fijar el precio de una obra de arte? ¿Cómo se calcula? Al parecer, el sinsentido de todo ello procede de la lógica del beneficio, la única a la que el mercado responde.
Que ello ocurra con la moda, el fútbol y, en menor grado, con la política tiene algún sentido, puesto que la moda, el fútbol y también la política se rigen, cada vez más, por la implacable ley del beneficio y la utilidad privada, considerada esta última en términos contables. En el caso de la política, la utilidad privada es un contrasentido, pero vivimos en tiempos de grandes paradojas en los que levantamos las banderas de la ciudadanía y sometemos a esta y a los individuos, en nombre de su libertad, a los ajenos intereses de las grandes corporaciones, que son los que realmente cuentan en política. Que el arte -no necesariamente los artistas-, que en sí y por sí, ha pretendido desde siempre mantenerse limpio de ambiciones que fueran más allá o más acá de su propia búsqueda en el campo de la expresión y de la belleza, se vea hoy tan sometido a la férula del mercado como el fútbol, la moda o la política es aún más triste. Se llega a dar la paradoja de que las obras de algunos genios que apenas malvivieron de su trabajo en el pasado alcancen cifras en el mercado que habrían permitido a estos mismos genios vivir con una mayor dignidad cuando estaban produciendo las maravillosas obras que hoy tanto valoramos.
Lo que aquí decimos sobre el valor monetario de la obra de arte tiene muy poco que ver con nuestra realidad. Aquí el arte se valora menos o, sencillamente no se valora, tal vez porque el mercado artístico local no ha alcanzado el desarrollo que tiene en los grandes centros de Europa y Estados Unidos. Aquí lo que se echa de menos es precisamente lo contrario, pues en nuestro país, salvando las distancias, el fútbol y la moda de las pasarelas ya se cotizan, pero el arte ni siquiera goza del vano prestigio que la fama proporciona. Pero todo se dará. Llegará el momento en que el arte sea un valor de mercado con independencia de otras consideraciones. Entonces habremos ingresado a la plena modernidad y, tal vez, no sepamos si reír o llorar ante semejante acontecimiento.