Historia y poesía: La belleza de la memoria

Rebelde a la postura de su maestro Platón, que acusaba a los poetas de ser, a la inversa de los filósofos, amigos de la mentira y enemigos de la verdad, Aristóteles dice, en el noveno capítulo de su Poética, cuán filosófica a su criterio es la poesía:

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«La misión del poeta no es tanto contar las cosas que realmente han sucedido, cuanto narrar aquellas cosas que podrían haberlo hecho de acuerdo con la verosimilitud o la necesidad. El poeta y el historiador se distinguen en que el historiador cuenta los sucesos que realmente han acaecido, y el poeta los que podrían acaecer. Por eso la Poesía es más filosófica que la Historia y tiene un carácter más elevado que ella, ya que la Poesía cuenta sobre todo lo general, y la Historia lo particular».

Conforme a los usos de su tiempo, el Estagirita se refiere ante todo a la poesía épica; por eso la relación con la historia es parte natural del tema. Y al relacionar poesía e historia, Aristóteles desmiente que aquella esté más lejos que esta de la «realidad» (aunque, ¿cómo podría nadie hablar de cosas que no fueran reales –aunque no lo sean la misma forma, por supuesto–?), demarcándolas tan solo por tratar la una de lo general y de lo particular la otra.

Sin embargo, no solo no hay ninguna enemistad entre la historia y la poesía, sino que se han reunido en una sinergia ideal ambas como fuentes de muchas e importantes creaciones. Así, por ejemplo, «Esperando a los bárbaros», de 1904, revela el interés de su autor, el poeta Konstantino Kavafis, por la Historia en una extraña escena de clima un tanto onírico y con un asombroso, inesperadamente siniestro final:

¿Por qué empieza de pronto este desconcierto

y confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!)

¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían

y todos vuelven a casa compungidos?

Porque ya se ha hecho de noche y los bárbaros no llegan...

El propio Kavafis lo dijo: «Yo soy un poeta-historiador. Nunca podría escribir una novela o un drama, pero oigo dentro de mí ciento veinticinco voces que me dicen que podría escribir Historia». «Esperando a los bárbaros» es el poema de un conocedor, pero no un conocedor rutinario y sin vuelo, que recopila datos y carece de ideas, sino un conocedor –o un pensador, en su caso– creativo, inteligente y sensible de la historia, de la historiografía y de las fuentes antiguas sobre los últimos siglos del Imperio Romano; es el poema de una mente capaz de entender con hondura y de sentir con fecundidad la belleza del fenómeno crepuscular de la decadencia, y de la decadencia de un mundo entero en su ocaso, como el Imperio Bizantino.

Sobre la batalla naval del 7 de octubre de 1571 entre el Imperio Otomano y la Liga formada por España, Venecia y los Estados Pontificios, en 1915 Gilbert Keith Chesterton escribió «Lepanto» en un inglés arrollador, tremendo como una brutal descarga de artillería:

…There is laughter like the fountains in that face of all men feared,

It stirs the forest darkness, the darkness of his beard;

It curls the blood-red crescent, the crescent of his lips;

For the inmost sea of all the earth is shaken with his ships…

La Revolución de 1874 estalló en Argentina cuando los liberales fueron derrotados por el candidato presidencial del Partido Autonomista Nacional, Avellaneda. El coronel Francisco Borges participó en ella, y también en la Guerra de la Triple Alianza, entre otros hechos bélicos. A esta figura histórica (menor), un nieto suyo la volvería una figura poética (mayor). El nieto en cuestión, Jorge Luis Borges, dice en «Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-1874)»:

…Avanza por el campo la blancura

del caballo y del poncho. La paciente

muerte acecha en los rifles. Tristemente,

Francisco Borges va por la llanura.

Esto que lo cercaba, la metralla,

esto que ve, la pampa desmedida,

es lo que vio y oyó toda la vida.

Está en lo cotidiano, en la batalla.

Alto lo dejo en su épico universo

y casi no tocado por el verso.

Solo son tres ejemplos de diverso origen, en gran parte tomados al azar, todos contemporáneos, de la fraternidad originaria y perdurable entre la historia y la poesía. Juntas inspiran, en la era del surgimiento de los grandes imperios agrarios del Oriente Próximo, la antigua literatura que bebe del prodigioso caudal del viejo fondo mítico. Así se edifica el mayor monumento de la civilización mesopotámica, que es la Epopeya de Gilgamesh:

…Después amaste a un león, perfecto en fuerza

Siete hoyas y siete cavaste contra él

Luego a un garañón amaste, famoso en la batalla

El látigo, el acicate y la brida ordenaste para él

Decretaste para él un galope de siete leguas

Decretaste para él una bebida de agua cenagosa…

Doce tablillas que cuentan cómo Gilgamesh, el rey de Uruk, sumido en el pesar y en el pavor que crea en ciertos espíritus la consciencia de la inevitable muerte, parte en busca de la inmortalidad al país en el que vive Utnapishtim para pedirle el secreto de la vida eterna, y fracasa, y regresa sabiendo que el hombre no puede ni debe competir con los dioses. Doce tablillas de una terrible profundidad vital que han preservado para la posteridad la enorme potencia estética de una civilización capaz de vuelos audaces y llena de bárbara fuerza creadora.

Desde entonces, en muchas otras obras de diversas épocas, lo poético se ha hecho histórico, y lo histórico se ha vuelto poético. Clío, que en la tradición griega es la musa de la historia y de la poesía épica, la que inspira para cantar todo aquello que merece ser perdurable, es la hija que el dios supremo del panteón olímpico, Zeus, tuvo con Mnemosine: su madre es, pues, la Memoria, la que forja las palabras para derrotar al olvido.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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