Impromptu

Contra el nacionalismo xenófobo y estrecho de miras y las simplificaciones de «la historia mainstream» arroja Montserrat Álvarez este «Impromptu» sin puntos aparte.

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Nací en el extremo occidental de Europa, al occidente de Occidente, en la península ibérica, y, más concretamente, en la ciudad de Zaragoza, donde, desde el piso familiar del paseo de María Agustín, la misma distancia hacía si tiraba hacia la izquierda para acompañar a mi abuela a la iglesia del Portillo, que si corría con mis primos hacia la derecha para llegar a los jardines de la Aljafería, antiguo palacio morisco en cuyo foso, seco ya desde hace siglos, jugábamos, y juegan, los cachorros de dos y cuatro patas con el desenfreno propio de los seres de corta edad y seriedad aún más corta. Conozco los temores de aquella España católica, apostólica y romana que recela de cuanto le es extraño –y extranjero– y se aferra a sus tradiciones; no son gente mala, solo son gente profundamente campesina, y los campesinos, aquí, en España y en Sebastopol, son conservadores por naturaleza: toda su cultura se basa en conservar y trasmitir saberes acumulados a lo largo de muchas generaciones; saberes que no se enseñan en las universidades, que se adquieren en el campo, hombro a hombro y azada en mano. Y conozco también la otra España, la España de las tres religiones, la que me enseñó mi padre, desde niña, a reconocer en sus variados, ubicuos e innumerables signos, los signos de una presencia y de un legado que, en una parte cualitativa y cualitativamente sustancial, es el del Islam, legado que forjó a Europa. La iglesia barroca del Portillo y el palacio de la Aljafería equidistaban de aquel piso, que tampoco estaba demasiado lejos de las murallas romanas de Caesaraugusta, nombre latino que el refinado oído árabe, esencialmente poético, musicalizó como Saracosta, y, ya en la pubertad, no solo los chicos españoles, sino también los eventuales estudiantes y amiguetes franceses o ingleses que cruzan los Pirineos o el «Charco» de vez en cuando por diversos motivos, mirábamos con parejo respeto «arquitectónico» y con idéntica irreverencia adolescente los tres monumentos. Conozco también, claro está, pese a lo recién dicho, y sin negarlo, los pequeños miedos y egoísmos nacionalistas, los prejuicios de los europeos no solo contra el resto del mundo sino también contra los europeos que no son del mismo país que uno, e incluso, dentro de cada país, de los del norte contra los del sur, de los de las zonas más ricas o más industrializadas contra los demás, etcétera, y las bromas, a veces divertidas, a veces pesadas, que se gastan mutuamente las personas en todas partes a costa de los respectivos estereotipos del foráneo. Y sé que en medio de estas relaciones fecundas aunque con frecuencia conflictivas –el conflicto es parte del conocimiento– puede y suele aparecer algún auténtico xenófobo al que nadie ha invitado a la mesa porque el tío es un pesado que no pierde ocasión de crear discordia y siempre lo estropea todo, como el trol en las redes sociales, vamos (con la ventaja de que a este lo podemos echar del bar, mientras que al trol solo puedes bloquearlo en el feisbuc y resignarte a que siga reclutando imbéciles a punta de chorradas; lo que es el progreso). Pero los xenófobos, los fanáticos, los trols, los haters, los nacionalistas, los racistas y los imbéciles de toda laya también son necesarios, como una señalética invertida que nos indica qué ruta no seguir. Lo fueron, por ejemplo, cuando, en Lille, el pasado fin de semana (compartió el video un amigo paraguayo, desde Francia) unos racistas fanáticos que proclamaban consignas islamófobas se entrometieron en una manifestación pacífica por los atentados de París del pasado viernes 13, y fueron expulsados por el pueblo de Lille al grito de «¡Fuera, fachos!», «Dehors les fachos!». Al ver eso recordé que la Europa que yo conozco, «mi» Europa, la Europa en la cual no me avergüenzo de haber nacido, no es la que ataca, sino la que defiende; no es la que excluye, sino la que admira; no es la que ignora, sino la que aprende. La Europa que descubre y se descubre, la Europa que transforma y se transforma. Europa no existe, como tampoco existe la democracia, cuyos valores en general se le atribuyen, con los demás ideales de la Ilustración; no existen porque, tal como se las suele entender, en su forma de «valores» ilustrados, no son, ni han sido nunca, ni siquiera en la soñada polis griega del periodo clásico, en aquella Atenas del siglo V, tan cara a los iluministas dieciochescos, realidades del orden de lo cumplido y lo fáctico, sino metas, y, como tales, perpetuamente incumplidas; propósitos, y, como tales, del orden de lo posible. Y en su búsqueda, en el proceso de alcanzarlas, cometemos errores, errores a veces trágicos; la magnitud de la empresa no es para menos, y el salvajismo de nuestra especie tampoco. Y que esos errores nos pueden destruir a todos, y arrastrar con nosotros la vida del planeta, ya está bien claro: la autodestrucción humana es una posibilidad con la que tendremos que aprender a vivir para siempre, porque a estas alturas de nuestro desarrollo no hay vuelta atrás, y ya no podremos dejar de caminar, en la historia futura, al filo del abismo. Y precisamente por eso debemos tener cuidado. Y no perder de vista jamás que Europa no hubiera existido sin el trabajo conjunto de judíos, musulmanes y cristianos, que Geoffrey Chaucer y los cuentos de Canterbury y la prosa y la lengua y la cultura inglesas, y las letras españolas desde el Arciprestre de Hita y el Infante Don Juan Manuel hasta Cervantes y Lope y hasta hoy y aquí, hic et nunc, Latinoamérica incluida, y Bocaccio y el Decamerón y la Italia del Dante y su Commedia y todo lo que les sigue bebieron en su origen de los apólogos que recoge en latín Petrus Alphonsus, Moshé Sefardí de Huesca, el ilustre médico de Alfonso el Batallador, en su Disciplina clericalis, y que antes de que en el siglo XVI Copérnico propusiera el modelo astronómico heliocéntrico, ya Averroes, en el siglo XII, había sometido a revisión y crítica el sistema planetario aristotélico-ptolemaico, y que Copérnico conocía los trabajos de Averroes, al igual que los del astrónomo andalusí Azarquiel, que planteó nuevos modelos planetarios en el siglo XI, y que si Fibonacci no hubiera introducido la notación decimal y posicional y el uso del cero y la numeración arábiga, Leibniz no hubiera desarrollado el cálculo infinitesimal y Newton no hubiera podido ni contar las patatas en la despensa, y que el Quijote no hubiera podido atacar molino de viento alguno sin la técnica de la «tahuna» –ni el gran poeta peruano Vallejo hubiera escrito nada acerca de la «tahona estuosa de aquellos mis bizcochos»; de hecho, nada de lo que escribió lo hubiera escrito sin el aporte del Islam, pues lo que llamamos hoy América no existiría sin los viajes (sí, sí, ya sé, tampoco las venas abiertas y demás gemidos al uso; uno se puede quejar de todo, los griegos de los romanos, los medos de los persas y los hunos de los otros, no digo que no, es solo que a mí me aburre, pero adelante el que quiera, que es su derecho y su gusto, por supuesto) que la brújula, el astrolabio y las cartas de navegación hicieron posibles–, traída desde los confines de Persia, y, en fin, para hacerla corta, que si usted está leyendo esto es porque la prensa escrita se desarrolló, no solo gracias a la imprenta de tipos móviles de Gutenberg, sino también a que un invento chino que se llama «papel» entró a Europa por Al-andalus (y de paso los terneros dieron un suspiro de alivio, porque los pobres eran antes candidatos a pergamino). La historia mainstream, la historia de manual, la historia esquematizada de los textos para escuela que hacen desde hace siglos los propios europeos no es generosa con los aportes del mundo a su cultura ni respetuosa del lugar que en sus ideas han tenido no solo los saberes de otras partes del universo antiguo, sino los del Nuevo Mundo, que también, en una rica dialéctica, son ya parte de lo mejor de ella, pero esa Europa corta, estrecha de miras, no es toda Europa: Europa es también la Europa de los grandes islamistas, la de los orientalistas, la que aplaude con entusiasmo por igual todos los saberes, la que sabe saludar con amistad y respeto al otro como a su par, un ser humano, la Europa que, cuando viaja, no solo expolia, la Europa que viaja y se enamora, y se queda, y crea mundos. La Europa que defiende a los inocentes y expulsa a los fascistas, como el fin de semana pasado lo hizo el pueblo de Lille. Setenta años después de la segunda gran guerra con todas sus persecuciones –de judíos, de inmigrantes, de gitanos, de «rojos», de musulmanes...–, ahora, cuando el odio y la xenofobia, una vez más, señalan supuestos enemigos, esa Europa, la Europa antifascista, la Europa libertaria, la Europa lúcida, será la que, enfrentando sin miedo la violencia cobarde, sabrá defender hoy a sus hermanos.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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