Lluvia negra

La noche del lunes 6 de agosto de 1945, nadie duerme en Farm Hall. El gran caserón georgiano de ladrillo rojo, en Godmanchester, una pequeña ciudad cerca de Cambridge, tiene todas las luces encendidas.

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Adentro, diez hombres agolpados en torno a un aparato de radio escuchan la transmisión de la BBC sobre el «triunfo de los científicos aliados: la producción de la bomba atómica, de potencia explosiva equivalente a la de dos mil bombas convencionales de diez toneladas». Los diez hombres despiertos en Farm Hall son quizá los más peligrosos del mundo. Pero hoy están abrumados e inmóviles frente a un horror desconocido. Tienen miedo.

En la radio, el presidente Truman celebra el logro y declara que esta, el arma destructiva más potente de la historia, fue construida en instalaciones norteamericanas secretas.

En el nervioso y consternado grupo de hombres que se agolpan en torno a la radio está Max von Laue, de 65 años, discípulo de Max Planck y premio Nobel de Física en 1914 por sus descubrimientos de las propiedades de los rayos X, un hombre que rechazó orgullosamente toda complicidad con el régimen nazi.

Está allí también Otto Hann, de 66 años, otro que evitó cualquier complicidad. Descubrió la fisión nuclear. Otto es un gran científico, pero esta noche, atormentado, habla del suicidio, y bebe. Le horroriza pensar que ha contribuido con su trabajo y sus descubrimientos a la llegada de la bomba.

Está Walter Gehrlach, de 55 años, director del Proyecto Uranio alemán. Gehrlach sangra por dentro: se siente derrotado, deshonrado. Está Erich Bagge, de 33 años, que se afilió al partido nazi para avanzar en su carrera. Está el brillante y extraño Paul Harteck, de 43 años, austriaco, nacido en Viena, asesor de la Agencia de Armamento del Reich; hoy, al parecer indiferente a todo, hasta a su suerte, lleno de curiosidad intelectual por lo que oye, solo piensa en la física. Está Karl Wirtz, de 35 años, agrio, nervioso, de abultado cráneo. Está Kurt Diebner, de 40 años, físico nuclear, responsable principal de la creación del primer reactor nuclear en 1939, que creía en el proyecto nazi y se afilió por convicción y al que esta noche todo se le viene abajo. Está Horst Korsching, de 33 años, desbordando mudo resentimiento por toda la situación. Está Carl Friedrich von Weizsäcker, de 33 años, físico y filósofo que derivará dentro de poco tiempo hacia el pacifismo más radical y terminará construyendo un refugio atómico en su casa, perseguido durante el resto de su vida por el pánico a las armas nucleares.

Y está Werner Heisenberg, de 43 años. Recibió el Nobel de Física cuando tenía 31. Entre sus contribuciones al conocimiento humano cabe destacar la mecánica cuántica y el principio de incertidumbre. Es el más ilustre de todos los presentes –que en realidad están presos; y, aunque todavía no lo saben, son espiados en Farm Hall con micrófonos ocultos que graban cuanto dicen–, protestante piadoso y consumado pianista. Pero cuando llegó el momento en el que había que tomar partido no lo supo tomar. Ni rechazó ni aceptó el papel que el Reich había querido darle. Aunque los nazis incluyeron entre los sistemas «judeizantes» a eliminar la mecánica cuántica y la relatividad (teorías que Heisenberg enseñaba en sus clases), aceptó trabajar para el gobierno en su proyecto atómico.

La bomba atómica es una joya de la tecnología. Hay millones de horas de trabajo en su interior de uranio enriquecido, más precioso que oro puro. Los átomos de ese uranio tienen en su mayoría 143 neutrones en vez de 146. De vez en cuando, un neutrón errante se integra en un átomo, forma un núcleo de 144 neutrones y 92 protones y genera un ínfimo excedente de energía. Pero habitualmente el núcleo no lo logra absorber: entonces, se rompe en dos núcleos más pequeños y se desprenden dos o tres neutrones. Una pequeña porción de masa desaparece. Cada colisión de un neutrón errante genera dos más, cada uno de los cuales podrá generar otros dos. Pronto habrá cuatro neutrones, que serán ocho, que serán dieciséis... Tras diez colisiones, habrá más de mil; luego de veinte, más de un millón; después de treinta, más de mil millones. El interior de la bomba está dividido en dos mitades que una primera explosión cuidadosamente calculada hace que se acoplen; entonces, los neutrones que hasta entonces hubieran podido escapar quedan atrapados en la masa, que se hace de pronto más grande, mientras, en la superficie, la barrera reflectante retiene a los neutrones que intentan huir: ya nada se opone a la reacción en cadena. Mil millones de neutrones errantes se vuelven billones, que se vuelven cuatrillones… La cascada de neutrones se expande en el núcleo de uranio y desata una energía incontrolable, según la ley de Einstein de la transformación de la masa en energía. E = mc2.

Solo treinta años antes prácticamente nadie hablaba de neutrones, pero 1945 es un año de crímenes de guerra y de bombas atómicas, y los diez hombres paralizados y tensos en Farm Hall saben que en adelante todos conocerán esa palabra.

La víspera, el domingo 5 de agosto de 1945, el coronel Paul Tibbets había pintado bajo la cabina de su B-29 otras palabras también inocentes hasta entonces y que ya nunca lo serán: «Enola Gay». Más tarde, esa medianoche, la tripulación del Enola Gay recibió instrucciones.

Y antes de que la noche de ese lunes 6 de agosto de 1945 cayera sobre Farm Hall, a las 8:16:43 horas una diminuta luz roja en el horizonte de Hiroshima se expandió en milésimas de segundos en un brutal fulgor de colores que dejó sin vista a cientos de seres vivos, y una detonación colosal destrozó y rompió los tímpanos de otros cientos.

Solo era el comienzo. Una esfera de fuego azul de cien metros de diámetro y trescientos mil grados de temperatura desintegró a todos en un kilómetro cuadrado. Más allá, las personas se convirtieron en fotogramas. Los que estaban junto a un muro, quedaron impresos en él. Después cayó la negra y venenosa lluvia radiactiva, y se desató el huracán atómico, y al fin se alzó el gigantesco hongo humeante en el cielo de la ciudad, por cuyas calles aullaban sin rumbo ciegas teas humanas.

Tres días más tarde serán incinerados otros miles en Nagasaki. El general Mac Arthur sostendrá impertérrito que la bomba salvó vidas –al abreviar la guerra–.

Al día siguiente del infierno, el martes 7 de agosto de 1945, la prensa da la noticia en todo el mundo. El diario La Vanguardia Española dice: «Sensacional declaración del presidente Truman anuncia que la bomba atómica es una realidad. La primera de ellas ha sido lanzada contra la base japonesa de Hiroshima y los Estados Unidos las producen ya en serie», y la portada de The New York Times informa: «First Atomic Bomb Dropped in Japan; Missile is equal to 20,000 Tons of TNT».

En lo que fue Hiroshima, al atardecer de ese martes 7, el pastor metodista Kiyoshi Tanimoto va y viene, infatigable, convertido en barquero, llevando heridos a la orilla que aún no está en llamas. En uno de los viajes, toma las manos de una mujer herida para ayudarla a subir a bordo de su barca. En cuanto la toca, la piel de la desdichada se empieza a desprender absurdamente, como una cáscara o una envoltura, en pedazos parecidos a guantes, y, ante los ojos atónitos e impotentes de los dos, la mujer completa se desintegra trozo a trozo, y lo que fue una persona termina disuelto en el charco envenenado.

Era, para utilizar la enigmática expresión cara a los amantes de las efemérides, «un día como hoy». Feliz domingo.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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