Las microagresiones —comentarios, gestos o comportamientos sutiles que transmiten prejuicio o menosprecio hacia una persona o grupo— llevan años normalizadas en oficinas, videollamadas y pasillos corporativos.
No suelen ser abiertamente hostiles, pero sí constantes: preguntas sobre “de dónde sos en realidad”, bromas sobre acentos, interrupciones sistemáticas, dudas recurrentes sobre la competencia de una mujer o la infantilización de personas jóvenes.

Su impacto, señalan especialistas en clima laboral, no es menor: erosionan la confianza, elevan el estrés y merman la productividad.
En un mercado donde la autoridad también se juega en el día a día —cómo se lidera una reunión, cómo se definen límites—, la pregunta es doble: cómo identificar las microagresiones y cómo responder sin quedar encasillado como “susceptible”, “conflictivo” o “débil”.
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Qué son y por qué importan
El término microagresión se usa para describir actos cotidianos, a menudo no intencionales, que encierran un sesgo por razones de género, raza, edad, orientación sexual, discapacidad, religión o clase social.
Los investigadores suelen distinguir tres formas frecuentes:
- Microinsultos: comentarios o actitudes que transmiten rudeza o insensibilidad (“Sorprende que lo hayas hecho tan bien”).
- Microinvalidaciones: minimizan experiencias o identidades (“No veo color, aquí todos somos iguales”).
- Microataques: acciones más directas, aunque sutiles, que excluyen o menosprecian (ignorar a alguien en el saludo o dirigirse siempre a otra persona para validar sus ideas).
Aunque parezcan “pequeñas”, su acumulación tiene efectos tangibles: rotación de talento, silenciamiento de voces, decisiones más pobres y un clima de bajo compromiso.
En ambientes híbridos, además, pueden pasar desapercibidas: cámaras apagadas cuando solo habla una persona, chistes en chats paralelos, dejar sistemáticamente fuera de invitaciones a ciertos perfiles.
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¿Por qué siguen ocurriendo?
La mayoría de las microagresiones no nace de la malicia, sino de sesgos inconscientes y dinámicas de poder arraigadas.

También ayudan ciertos mitos corporativos: la falsa neutralidad (“aquí no hay discriminación”), el culto a la “broma interna” o la urgencia por “no hacer olas”, que desincentivan el llamado de atención.
La falta de protocolos claros y formación en liderazgo añade ruido: managers que evitan intervenir por temor a “complicarse” terminan avalando con su silencio.
El dilema de la autoridad
Responder a una microagresión expone a un riesgo reputacional, especialmente para quienes ya enfrentan estereotipos.
Mujeres catalogadas de “agresivas” por marcar límites, personas racializadas vistas como “hipersensibles”, o jóvenes tildados de “faltos de temple”.
La clave, según coaches y consultoras de diversidad, está en intervenir de forma proporcional, con foco en el comportamiento (no en la persona) y vinculando la respuesta con los objetivos del equipo.
Tácticas para responder sin perder terreno
- Nombrar el hecho de manera específica y neutral. En lugar de “eso es racista/sexista”, optar por “Ese comentario asume X sobre Y; no ayuda al objetivo de esta reunión”. Poner el foco en el impacto y el contexto evita que la conversación se convierta en un juicio moral.
- Usar mensajes en primera persona. “Cuando se me interrumpe, pierdo el hilo y el equipo se retrasa. Termino esta idea y luego seguimos.” Es directo, medible y difícil de discutir.
- Pedir clarificación con curiosidad estratégica. “¿Qué quisiste decir con ‘para tu edad’?” Muchas veces, invitar a explicar expone el sesgo sin confrontación abierta.
- Redirigir al objetivo. “Volvamos a los criterios técnicos. La universidad de alguien no es lo relevante para este caso.” Refuerza estándares de mérito y evita desvíos personales.
- Establecer límites y acuerdos de proceso. Proponer reglas de reunión (turnos de palabra, chat para preguntas, facilitación rotativa) reduce interrupciones y monopolios.
- Documentar patrones. Registrar fecha, situación y testigos ayuda a detectar recurrencias y a sustentar una escalada formal si fuera necesario.
- Activar aliados. Acordar señales o intervenciones con colegas (“Déjenla terminar”, “Me gustaría volver a la idea de X”) distribuye la carga y legitima la corrección.
- Elegir el canal adecuado. Algunas correcciones son más efectivas en público (para frenar una conducta reiterada que afecta al grupo); otras, mejor en privado (cuando se anticipa defensividad o vergüenza). La regla: proteger la dignidad de todos sin ceder en el estándar.
- Cuidar el tono y el lenguaje corporal. Voz firme, frases breves, pausas y contacto visual (o cámara encendida, si es virtual) transmiten control, no enojo. La autoridad se percibe tanto en el contenido como en la forma.
Ejemplos prácticos
- Interrupciones repetidas: “Un momento. Quiero terminar esta idea y después recojo tus puntos.” Si persiste, acordar una dinámica de turnos o pedir a quien modera que intervenga.
- Comentarios sobre apariencia o acento: “Prefiero que nos enfoquemos en el plan. Los comentarios personales no aportan.” Si hay confianza, añadir: “Ese tipo de observaciones puede incomodar.”
- Dudas constantes sobre competencia: “Para evitar reprocesos, consolidemos criterios y roles. Yo me encargué de X en proyectos previos y lo aplicaré aquí. Si hay preguntas, las resolvemos en esta reunión para que el equipo avance.”
- Atribución errónea de ideas: “Gracias. Esa propuesta la presenté hace unos minutos; me gustaría que la retomemos desde ahí y sumemos tus aportes.”
El papel del liderazgo y de la empresa
Más allá de las respuestas individuales, las organizaciones tienen responsabilidad. Las buenas prácticas incluyen:
- Formación a managers en sesgos y habilidades de intervención.
- Protocolos claros y confidenciales para reportar incidentes.
- Métricas de participación en reuniones y asignación de proyectos de alto impacto.
- Evaluaciones de desempeño que reconozcan conductas inclusivas y sancionen patrones excluyentes.
- Comunicación sostenida desde la dirección que marque estándares y consecuencias.
La consistencia importa: una política sin aplicación real puede empeorar el clima, porque desalienta a quienes se animan a reportar.
Marco legal y límites
En muchos países, las microagresiones no tipifican por sí mismas una falta legal, pero pueden integrar un patrón de acoso o discriminación sancionable.
Documentar, conservar evidencias y acudir a recursos internos (Recursos Humanos, canal de denuncias) es clave. Si no hay respuesta o la situación escala, evaluar asesoría legal externa puede ser necesario.
Cuidar el desgaste
Responder a microagresiones consume energía. Alternar quién interviene, tomar pausas, buscar espacios de apoyo y, si la cultura no cambia, considerar opciones de movilidad interna o externa, también es ejercer autoridad sobre la propia trayectoria.
La autoridad, en última instancia, no se trata solo de hablar más fuerte, sino de fijar estándares de respeto y eficacia. Nombrar lo que erosiona el trabajo y encauzarlo con firmeza y claridad no es “hacer olas”: es liderar.