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Entre esas historias que la memoria colectiva resguarda con orgullo, resuena la de Ramona Martínez. Su nombre no siempre figura en los libros oficiales, pero su esencia trasciende el tiempo. Con un sable en mano y una determinación inquebrantable, acompañó a un ejército reducido hasta el último aliento, hasta la última batalla. Su valentía es testimonio de un espíritu que no se apaga, que se renueva en cada generación de mujeres paraguayas.
Hoy, nuestras armas no son sables ni fusiles, pero la lucha sigue vigente. La mujer paraguaya batalla con herramientas distintas, pero con la misma pasión indómita.
Nuestra voz es un estandarte que no calla ante la injusticia, la que guía con dulzura a nuestros hijos y que, con firmeza, exige el respeto que nos merecemos. Nuestra pluma es la que escribe el presente, trazando historias de esfuerzo, superación y dignidad. Nuestras manos, que alguna vez empuñaron armas en defensa de la patria, hoy construyen, sanan, enseñan y crean.
La mujer paraguaya es una combatiente incansable. La madre ama de casa que madruga para alimentar a su familia, así como la profesional que abre camino en ámbitos antes vedados para ella, llevan en su interior la misma semblanza que encendía el corazón de Ramona Martínez. Es una llama de determinación, de valentía serena, de lucha silenciosa y, a la vez, ensordecedora.
La mujer paraguaya tiene como esencia, entre otras virtudes, la capacidad de sobreponerse, de resistir y de florecer incluso en las circunstancias más adversas. Así lo ha demostrado siempre. Es que no nos rendimos; nunca retrocedemos. Somos una fuerza que sostiene, transforma y construye sin olvidar. Avanzamos hacia adelante, siempre con la mirada serena, pero firme y con la frente en alto. Sabemos que la historia no se escribe solo en los campos de batalla, sino en cada paso que damos con dignidad y convicción.