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Montar a caballo, de adulto, es toda una hazaña si uno ya es prisionero de la ciudad y sus vicios. Y es que uno va perdiendo habilidades en un contexto de contacto realmente cercano con la naturaleza salvaje.
Lograr subir a un caballo ya es una primera proeza; que el animal siga tus indicaciones corporales, otra guapeza de tu parte. Pero lo realmente memorable empieza cuando, en el trayecto de la cabalgata, uno tiene que dirigir a la musculosa fiera por toda una diversidad de escenarios, sin caerse, sin asustarse por los perros que ladran y persiguen el contingente de amazonas primerizas, y sin paralizarse ante la inminente llegada a un estero. El estero, esa gran masa de agua a la que el caballo no teme, pero el jinete novato solo conoce por libros.
Andar a caballo por un estero implica, además de todo lo anterior, tener que estar atento por si aparece un jakare, una kuriju, o vaya uno a saber qué clase de predadores acuáticos. Y al mismo tiempo que los sentidos se agudizan por una posible presencia del enemigo en forma de fauna, también empiezan a prestar atención a la vegetación que se va volviendo más diversa, más tupida, más extraña e invasiva en un camino que va desapareciendo.
Ahora, además, hay que agradecer haber venido descalza, porque el agua se va acercando a la cintura, y una no quiere mojar el único calzado que llevó a la escapada.
Eso experimenté hace unos días en los Esteros del Iberá, Argentina, y me dejó pensando en lo desconectados que estamos de la naturaleza. La gente de ciudad ya no puede distinguir qué plantas es mejor evitar tocar/rozar; los citadinos ya no podemos comunicarnos fácilmente con animales que no sean perros o gatos; no podemos reconocer los diferentes verdes de la vegetación ni disfrutar del momento porque sí.
Subir a un caballo y andar un por un estero sobre él me obligó a entender, por fin, el concepto de “atención plena” —el famoso mindfulness o conciencia plena, la meditación que está tan de moda hace unos años—. Es que cuando por un lado no sabés qué puede estar pisando el animal bajo el agua, por el otro no querés caerte y romperte algo en el extranjero y, para eso, todos tus músculos parecen realmente estar en comunicación (y de acuerdo) con tu cerebro. Al mismo tiempo estás fascinada con el impresionante atardecer, y la verdad es que no se siente lo mismo que cuando estás en modo multitareas en tu oficina.
Arriba del caballo, en el estero, no hay forma de que te acuerdes de tus problemas de salud, ni financieros, ni de lo que dijo tu vecina la malvada. Ese tipo de experiencias nos devuelven a la infancia, cuando todo era nuevo y no teníamos miedos ni demasiadas cosas en la cabeza; estábamos conociendo a nuestro cuerpo y sus limitaciones, y maravillándonos con el entorno. Estas experiencias nos devuelven a la vida.
Por eso creo que deberías, al menos una vez en tu vida adulta, andar a caballo por un estero.