Otro aspecto notable: la seguridad. Había sido que se puede hacer bien las cosas. A diferencia de otros años, la buena organización fue evidente. Vallas bien ubicadas, controles discretos pero firmes, y un despliegue de logística que permitió a locales y visitantes caminar con tranquilidad. Las familias podían sentarse en las plazas sin sobresaltos, los niños corrían por allí sin temor, en un ambiente de tranquilidad. Es que da gusto esa sensación de seguridad, de percibir que alguien está al mando de las cosas.
La presencia policial visible, pero no intimidante. Uniformados patrullando las calles, solícitos ante la eventual necesidad de alguno. Superada esa rigidez del autoritarismo, que se cambió apropiadamente por la actitud de quien cumple una importante misión de seguridad ciudadana. ¡Bien ahí RRPP de la Policía Nacional! Se inculcó a los agentes a saludar, entendiendo que dentro de sus funciones se encuentra la de crear cercanía, supervisión y humanidad. Parecido a las grandes urbes, donde las fuerzas del orden casi pasan desapercibidas mientras no son requeridas.
Genial también la ausencia de cuidacoches. Por un par de días, esa figura a medio camino entre lo informal y la pura mafia desapareció del mapa. Nada de aprietes para pagos compulsivos ni órdenes sobre dónde estacionar en la ciudad donde uno paga sus impuestos. Dejar el vehículo donde uno quiera, y recorrer el microcentro sin temor a represalias por negarse a la “colaboración”. Así es como los espacios públicos son realmente públicos, a través del orden, no existe otra manera.
La gastronomía de fiesta en todos los sentidos. Desde los tradicionales mbeju y sopa paraguaya hasta fusiones modernas con toque autóctono, cada rincón ofrecía una experiencia diferente. Food-trucks, ferias artesanales y patios de comidas improvisados, convirtiendo las calles en un gran comedor al aire libre. De esta forma, comer en la vía pública no fue un acto de necesidad, sino de celebración. Y poder hacerlo de este modo fue otro motivo de orgullo patrio.
El arte también tuvo su espacio. Escenarios montados en puntos estratégicos ofrecían espectáculos de danza, música y teatro. Jóvenes talentos compartían escenario con artistas consagrados, y el público respondía con entusiasmo. Había espacio para la polca, el rock nacional y hasta el hip hop con mensaje social. Por un par de noches, Asunción fue también una capital cultural donde las expresiones artísticas se manifestaron sin pedir permiso.
No nos olvidemos del tránsito, que estuvo ordenado en todo momento. Calles parcialmente cerradas con desvíos señalizados, hicieron posible movilizarse sin caer en frustración. La ciudad funcionaba con lógica.
Fenómeno curioso: Nadie pudo explicar aún la ausencia en esos días de los adictos, que en forma solitaria o en grupos merodean la zona céntrica. Sea por medidas preventivas, intervención previa o por una simple coincidencia, desaparecieron del mapa durante los festejos de la Independencia. Por favor no entendamos esto como pretender invisibilizar un problema social, pero sí como una muestra de que, con voluntad, es posible ordenar sin excluir y asistir sin estigmatizar. Y colaboró con la sensación de seguridad.
Quizás la suma de estos factores fomentó una práctica inusual de civismo. La gente depositando correctamente su basura, respetando las filas y por allí se vio a alguien devolver un objeto perdido. Puede sonar cursi, pero fue como si el espíritu de la patria despertara temporalmente esa parte medio adormecida del ciudadano que entiende que convivir es un acto colectivo y parte del contrato social. El orden no era impuesto; parecía asumido. Y eso, en nuestro país, no es poca cosa.
¿Por qué Asunción no puede ser siempre así? ¿Por qué debe esperar fechas especiales para limpiarse la cara, mostrar su belleza y tratar bien a sus hijos? Asunción, como Madre de ciudades, debería estar de fiesta todos los días. No por romanticismo, sino por derecho. Y recuperar esa dignidad ciudadana es responsabilidad de todos.