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Un expresidente que promete, una vez más, construir un muro a lo largo de toda la frontera entre su país y México, mientras amenaza con deportar a más de 11 millones de indocumentados bajo el pretexto de que las ciudades de su país ya parecen «Venezuela con esteroides». Al mismo tiempo, su contrincante político de turno lo acusa de esparcir un montón de mentiras y de ser una amenaza para la democracia.
Un presidente centroamericano muy «cool» que gobierna desde TikTok. Más hacia el sur, un mandatario se autoproclama «el topo» del Estado y, orgulloso de estar desmantelándolo desde adentro, desafía a los «burócratas internacionales» de la ONU rechazando el programa del «Pacto del Futuro», en lugar del cual propone refrendar la «agenda de la libertad».
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Dos tribunales que emiten, casi simultáneamente, órdenes de captura internacional contra los presidentes de esos mismos países, en una disputa ideológica que ya roza lo absurdo.
Un jefe de gobierno de una comuna capital, inmerso en actos de corrupción, que asiente con ironía mientras toma tereré, mostrando indiferencia ante los improperios de un legislador que le confronta.
Un camión cargado de bebidas alcohólicas que pierde el control y se vuelca, mientras los vecinos corren a robar la carga en lugar de socorrer al conductor, quien finalmente muere por falta de auxilio temprano. Otro vehículo, que trasporta ganado, corre la misma suerte. Una turba llega de inmediato a correr y faenar a los animales que siguen vivos.
Propuestas de reformas legislativas locales para eliminar la estabilidad laboral de los trabajadores y endurecer las leyes de control sobre las oenegés, mientras los propios legisladores defienden con uñas y dientes su derecho a una jubilación vip.
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¿Qué tienen en común todos estos acontecimientos? Todos estos síntomas –podríamos decir con Rancière– traducen una misma enfermedad, todos los efectos tienen una sola causa. Eso que se llama democracia, es decir, el reino de los deseos ilimitados de los individuos de la sociedad moderna de masas, decía el autor del célebre libro El odio a la democracia (2006).
Sin embargo, para Rancière, hay que comprender lo que constituye la singularidad de esta denuncia. El odio a la democracia no es ciertamente una novedad. Es tan viejo como la propia democracia por una simple razón, asegura el autor: la palabra misma es la expresión de un odio, un insulto inventado, en la Grecia antigua, por los que veían la ruina de todo orden legítimo en el incalificable gobierno de la multitud y ha sobrevivido como sinónimo de abominación para todos los que pensaban que el poder correspondía por derecho a los que estaban destinados por su nacimiento o llamados por sus competencias.
En ese sentido, Rancière considera que no está agotada aún aquella tesis propuesta por el joven Marx de que las leyes y las instituciones de la democracia formal son solo apariencias que encubren y facilitan el poder de la burguesía. La verdadera lucha consistiría en superar estas apariencias y alcanzar una democracia «real» donde la libertad y la igualdad no estén solo representadas en el Estado y la ley, sino que se materialicen en las condiciones materiales de vida de las personas.
Los portavoces del nuevo odio a la democracia –nos dice Rancière– «habitan todos en países que declaran ser democracias en sentido estricto. Ninguno de ellos reclama una democracia más real. Nos dicen, por el contrario, que esta ya lo es en demasía. Pero ninguno se compadece de las instituciones que pretenden encarnar el poder del pueblo ni propone medida alguna para restringir este poder».
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En palabras de nuestro autor, el nuevo odio a la democracia puede entonces resumirse en una tesis simple: «no hay más que una democracia buena, la que reprime la catástrofe de la civilización democrática».
Es que para Rancière política y democracia son lo mismo. Si no hay democracia no hay política, sino la lógica policial del Estado que rige la distribución jerárquica y arbitraria de los espacios sociales públicos mediante pseudo-consensos que eliminan todo desacuerdo, clave para la política.
La democracia consiste, justamente, más que en el consenso de la mayoría, en la disputa por la construcción de un espacio de derechos para todos, desde el reconocimiento de que toda forma de consenso mantiene una naturaleza hegemónica y todo antagonismo es, a su vez, irremediable.
Mutación cultural y delirios liliputienses
El 21 de febrero de 1910, Rafael Barrett publicaba en El Nacional el célebre artículo Lo que he visto. El autor finalizaba ese escrito asegurando que no debemos castigar ni acusar si no hay en nuestros hermanos solidaridad, si no aciertan a respetar a sus compañeras ni a querer a sus hijos, si para evadirse de su oscuro dolor llaman a las puertas de la lujuria, del alcohol o del juego, no nos indignemos, que no debemos juzgar su mal, debemos curarlo.
¿A qué oscuro dolor del cuerpo se refería Barrett? A la «pobre carne herida morena y marchita, con el “chucho” del pánico, desarmada de toda higiene, sin más ayuda exterior que el veneno del curandero, el rebenque del jefe político o el sable que les arrea al cuartel…».
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Ante tantos casos de indiferencia, insensibilidad o reacciones en masa, muchos se preguntan dónde quedó la solidaridad que históricamente ha caracterizado a nuestro pueblo. ¿Hemos mutado genéticamente al punto de que el egoísmo ya es parte de nuestro ADN y nos convierte, en términos morales, en diminutos habitantes de Liliput –la isla imaginada por Jonathan Swift? ¿O, por el contrario, será acaso un intento de evadirse de ese oscuro dolor del cuerpo y el alma lo que envuelve a la gente en cada estampida por llevarse a casa unas cajas gratis de cerveza, una media res para el asado o la indemnización de una familia humilde?
No, no es biológico el origen de nuestros males, sino sociocultural. No se trata de una mutación genética que nos convierte en pequeños ciudadanos liliputienses y, por eso mismo, admiradores de líderes gigantes que cambiarán el mundo, tal como se autoperciben en sus delirios presidentes como Javier Milei o Nayib Bukele.
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Quizá lo que venimos experimentando sea la expresión de una profunda crisis moral que se refleja no solamente en la política, sino fundamentalmente en un malestar cultural de efectos traumáticos a escala mundial. Vivimos tiempos de infocracia (Chul Han, 2021) y posverdad. Una época que privilegia un sistema político y económico que obliga a las personas a modificar sus costumbres, creencias e ideas para adaptarse a una nueva realidad en la que, en aras de una libertad ilusoria, imperan la indiferencia y el afán de consumo individual con rostro de mendicidad, clientelismo y corrupción. Consumo, luego existo parece ser la máxima que pesa sobre millones de personas a lo ancho del planeta.
En ese sentido, aquel jovencito de Tréveris al que se refería Rancière afirmaba en La Ideología Alemana en 1845 que las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época. La clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. A renglón seguido agregaba: «La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente».
Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes. En ese sentido, se podría decir, con Bourdieu (1998), que, a partir de las relaciones materiales dominantes concebidas como ideas, se crea una cultura que reproduce socialmente las desigualdades y los mecanismos de dominación que someten hasta nuestros gustos, homogeneizando nuestras preferencias estéticas e incentivando el consumo masivo a cualquier costo.
Eterna transición a la democracia
Pero ¿es posible otra democracia? ¿Se puede instalar otra cultura política por fuera de las prebendas, el clientelismo y la corrupción? ¿Cómo construir, de una vez por todas, una democracia de calidad a 35 años de la caída de la dictadura? ¿Cómo encauzar la indignación fugaz de una gran masa juvenil que de tanto en tanto estalla en hashtags de redes sociales, paros universitarios o tomas de colegios?
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Si todo lo anterior es posible, lo será solo desde una educación que fomente la adquisición de habilidades políticas, desde una pedagogía de la esperanza que privilegie la voluntad colectiva y la cooperación comunitaria por encima de la competencia individualista.
Mientras las tímidas indignaciones son fagocitadas por el fatalismo de la mayoría, no podemos juzgar a la ligera la indiferencia y ciertas actitudes insensibles de la población. Antes bien, debemos curar su mal, como afirmaba Barrett.
¿Cómo? Promoviendo la renovación de la conciencia política en cada uno de nuestros actos. Construyendo cotidianamente poder popular desde las organizaciones sociales, barriales, comunitarias como caminos hacia la transformación posible y necesaria de las instituciones. Haciendo frente a la falsa sensación de libertad y felicidad por medio del consumo individual que desmotiva y desmoviliza. Recuperando una razón utópica que articule lo insoportable y lo deseable y nos lleve a la acción.
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Nada de esto es tarea fácil, pero la resistencia es también una característica histórica de nuestro pueblo. Si seguimos existiendo como nación, en gran medida es gracias a que nos hemos resistido a la expoliación y al dominio y creemos que otro mundo, más solidario y fraterno no solo es posible, sino necesario y que su construcción colectiva puede seguir siendo la razón de nuestros afanes y nuestras luchas.
La democracia, en ese sentido, siempre es un proyecto por construir. De lo que se trata –nos dirá Rancière– es de luchar por apropiarnos de lo «público» como ese espacio común que el Estado quiere acaparar en exclusiva. Por todo ello, lo democrático siempre ha sido un escándalo para las diversas élites, con lo cual queda patente que, más que una forma de gobierno, nos enfrentamos a la radicalidad de un sistema político cuyo principio fundamental es dar la palabra y el poder a todo individuo sin exclusión.
*Cristian Andino es profesor de Filosofía y Educación Ética y Ciudadana por el Instituto Superior de Estudios Humanísticos y Filosóficos «San Francisco Javier» (ISEHF) - Universidad Jesuita del Paraguay (UJP), licenciado en Filosofía por la Universidad Católica de Asunción (UCA), magister en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Asunción (UNA) y doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Desarrollo Sustentable (UDS). Actualmente, es vicerrector de Investigación, Extensión y Posgrado de la Universidad La Paz de Ciudad del Este, investigador del Centro de Investigaciones en Filosofía y Ciencias Humanas (CIF) y docente de Filosofía Latinoamericana, Ética y Filosofía Política en la UJP, la UCA y la Universidad Nacional del Este (UNE) y de programas de Posgrado de la Facultad de Estudios de Posgrado de la Uninorte. Ha publicado el libro Logos Guaraní (2019).